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Cuando el flamenco te elige

Aquí ando todavía, enamorado de una música a la que se lo debo casi todo. Bueno, todo. Si soy algo en la vida es gracias al flamenco, un arte que te puede querer y matarte a la vez. Ese pellizco me agarró para siempre.


A veces reflexiono mucho sobre cómo descubrí el flamenco y llego a la conclusión de que fue el flamenco quien me descubrió a mí. Estoy convencido de que buscaba a un niño de Palomares del Río, el pueblecito sevillano donde crecí, para que se aficionara y luchara por él. En este pueblo había aficionados que cantaban en las tabernas, pero no profesionales. Hubo un viejecito que cantaba fandanguillos mientras bebía vino peleón con los codos apoyados en la desgastada barra de madera de la taberna de Mariquita Méndez. No sabía si cantaba bien o no, pero me gustaban las letras, casi todas de amor y desamor, como eran las de El Carbonerillo, el cantaor atormentado del barrio de La Macarena. A veces el viejecito lloraba al acabar cada fandango y un día le pregunté a mi madre que por qué lloraba, respondiéndome que, al parecer, este hombre, soltero, tuvo un desengaño amoroso cuando era joven, del que jamás se recuperó. Por eso cantaba con tanta pena aquellos fandanguillos naturales que atravesaban mi piel con la misma facilidad que atraviesan la niebla los rayos del sol.

También recuerdo a un muchacho, Juan Manuel el de la Pura, que cada noche pasaba cantando por Cuatro Vientos cuando iba a guardar la viña familiar, cerca de Almensilla. En el silencio de la noche y ya metido en la cama, escuchaba su voz clara y potente, cada vez más débil, hasta que llegaba a la viña. Una noche le pregunté a mi abuelo que por qué cantaba Juan Manuel y me dijo que lo hacía porque tenía miedo, que era una manera de ir acompañado en la soledad del camino y la terrible negritud de la noche. Toda esa información la iba almacenando en mi memoria y cuando me fui a vivir a Sevilla, con solo 15 años, sabía ya más o menos qué era el flamenco y por qué existía. Lo demás vino rodado.

Justamente enfrente de donde vivía estaban creando una peña flamenca, la de El Chozas, y desde la cama escuchaba cantar a los aficionados. Como no me dejaban dormir, una noche me vestí y bajé al local, donde conocí a un tal Isaías El Vaquero, un cantaor estupendo que lo mismo emulaba a Marchena que a Fosforito. Era un gran imitador, pero cantaba como Dios, con unos conocimientos impresionantes. Fue la primera vez que escuché hablar de Chacón y de Manuel Torres, de El Niño Medina y la Niña de los Peines. Me preguntó que de dónde era y cuando le dije que me había criado en Palomares, se quedó asombrado. “¿En Palomares? ¿De quién eres tú, de qué familia?”, me preguntó. Le dije que era sobrino de Ramona, la mujer del Ponce, que mi madre era su hermana, y fue entonces cuando me dijo que él era también de Palomares, aunque ya iba poco por el pueblo. Me quedé de piedra, porque me pareció increíble el hecho de que el primer cantaor que me metió el cante dentro, en Sevilla, fuera precisamente de Palomares, donde me emocionaba escuchando a aquel viejecito atormentado por el desamor y a Juan Manuel el de la Pura, el que cantaba porque tenía miedo de la soledad del camino y la negritud de la noche.

El destino me había puesto en el camino a Isaías El Vaquero, el hermano de El Carlillo, que también cantaba. Como no lo pude conocer en Palomares, al ser solo un niño, me lo volvió a poner en Sevilla años más tarde. Por eso pienso que no busqué el flamenco, sino que él me buscó a mí. Cincuenta años más tarde, aquí ando todavía, enamorado de una música a la que se lo debo casi todo. Bueno, todo. Realmente, si soy algo en la vida es gracias al flamenco, un arte que te puede querer y matarte a la vez, y ese pellizco me agarró para siempre.

 


Arahal, Sevilla, 1958. Crítico de flamenco, periodista y escritor. 40 años de investigación flamenca en El Correo de Andalucía. Autor de biografías de la Niña de los Peines, Carbonerillo, Manuel Escacena, Tomás Pavón, Fernando el de Triana, Manuel Gerena, Canario de Álora...

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