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La dignidad de Farruco

El baile de Antonio Montoya Flores El Farruco no era una fiesta, sino una cita con la dureza de la vida. Tardará mucho en nacer, si es que nace, un bailaor tan jondo y puro.


Tuve la inmensa suerte de hacerme amigo del gran Antonio Montoya Flores El Farruco, para mí el mejor bailaor flamenco de la historia. Y he dicho bailaor. Una mañana me dijo en su academia de Su Eminencia, en Sevilla: “No me vendo a nada, ni a nadie”. No sé si saben que Carlos Saura quiso que bailara unas sevillanas con Los Bolecos (con Matilde Coral y Rafael el Negro), en su película Sevillanas. Le daba una pasta. Y aunque tenía empeñado el oro, le dijo que no. “Me pides que baile por soleá y lo hago gratis, pero no me pidas que baile por sevillanas”.

 

Farruco podía tener un día un millón de pesetas y otro día nada, pero jamás fue contra sus creencias. Murió sin apenas patrimonio, habiendo sido el bailaor más flamenco del mundo. Sin él, sin su escuela, sin su estilo, el baile de hoy sería como es casi todo, pura comercialidad. En Farruco estaban todas las esencias del baile gitano antiguo, clásico, de Sevilla y Triana. Te transportaba con su baile a otras épocas del flamenco, pero no el de teatro, sino de corrales, patios de vecinos y reuniones de cabales. Nunca fue un coreógrafo fino, ni dominó jamás la habilidad de vender lo fácil, algo hoy tan común.

 

 

«En Farruco estaban todas las esencias del baile gitano antiguo, clásico, de Sevilla y Triana. Te transportaba con su baile a otras épocas del flamenco, pero no el de teatro, sino de corrales, patios de vecinos y reuniones de cabales»

 

 

Era un bailaor puro, sin contaminación, algo salvaje y, nunca mejor dicho, con los pies en el suelo. Podías creer en él o no, como el que cree o no en Dios, pero si creías, era un amigo fiel. Si no creías en él, era difícil ser miembro de su cofradía de amigos. Se tomaba un botellín contigo solo si le caías bien y chanelabas algo de cante o baile. Tenía una habilidad especial para pillar a los farsantes, a los que lo buscaban solo para presumir de farruquero. No admitía la ojana, ni soportaba a los enterados.

 

Desmiento categóricamente que solo le gustaran los bailaores gitanos. Le gustaban los buenos artistas, los que tenían un sello y aportaban cosas, aunque no fueran gitanos de Triana o Jerez. Si intentaban darle gato por liebre, se comía el gato y la liebre, pero en cazuelas distintas. La vida le hizo ser de una manera determinada y a veces resultaba intratable, un hombre complicado. Tenías que conocerlo muy bien para entender su forma de ser, tan compleja.

 

Viví de cerca los últimos años de su vida y fueron difíciles. No podría haber sido de otra manera, en un hombre marcado por la mala suerte y las desgracias familiares. Hasta cuando sonreía, su ojos tenían un velo negro de tristeza y su sonrisa era más una mueca dolorosa, como la de Tomás Pavón, que una señal de felicidad. Era feliz cuando bailaba, y no siempre, porque su baile venía de la precariedad y la falta de amor. Hasta cuando bailaba por bulerías, palo festivo, tenía el pájaro de la amargura posado en su cara. Por eso su baile no era una fiesta, sino una cita con la dureza de la vida. Tardará mucho en nacer, si es que nace, un bailaor tan jondo y puro.

 

Una estampa de gitanería,

unos pies clavados en la tierra,

un dolor que bailaba por bulerías

 

 


Arahal, Sevilla, 1958. Crítico de flamenco, periodista y escritor. 40 años de investigación flamenca en El Correo de Andalucía. Autor de biografías de la Niña de los Peines, Carbonerillo, Manuel Escacena, Tomás Pavón, Fernando el de Triana, Manuel Gerena, Canario de Álora...

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