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Una conversación con Camarón

La única manera de poder seguir siendo crítico, ejerciendo esta ya vieja profesión, es acudiendo de vez en cuando a esas reuniones de aficionados o de profesionales que gustan de meterse en fiesta, de cantar sin guitarra, marcando el compás en una mesa.


Estos días estoy reflexionando mucho sobre la emoción en el flamenco y si esta tiene algún tipo de relación con el cocimiento que tengamos sobre este arte. No hablé mucho con Camarón de la Isla, solo dos o tres veces en mi vida. Una de ellas fue en Montreux, en Suiza, en presencia de Quincy Jones, el genial músico y productor estadounidense, que aquella noche se enamoró del cantaor gitano. Cuando hablaron sobre la emoción del cante, la que produce cantar o escuchar cantar, Camarón dijo algo que me impactó: “Yo ya me emociono poco, me emocionaba más al principio de mi carrera, cuando escuchaba a un aficionado en una taberna y me ponía malo”. Quincy Jones asintió con la cabeza cuando el traductor le hizo saber lo que había dicho José Monge, y a mí me entró un extraño escalofrío porque pensaba lo mismo que el genio.

Cuando era un adolescente y empezaba a hacerle la corte al cante, recuerdo que lloraba escuchando a los aficionados en las reuniones de las tabernas, sin saber aún si cantaban o no bien, si tenían conocimientos o si cruzaban la seguiriya de Paco la Luz con la del Viejo de la Isla. Y recuerdo que me dije a mí mismo: “Si ahora lloro escuchando cante, que no entiendo nada, no quiero pensar lo que lloraré cuando sepa algo”. Pues no ha sucedido eso, ni mucho menos, quizás porque al ser crítico de flamenco se me ha endurecido la piel de tanto estudiar el cante y a los cantaores. A lo mejor es porque cuando me siento en la butaca de un teatro a escuchar a un cantaor voy más a ver cómo lo hace que cómo lo vive y lo siente, que es lo que me impresionaba hace cuarenta años, cuando un aficionado cantaba un fandango de Caracol en la barra de un bar y me estremecía. Hablé esto con Camarón aquella noche y me dijo que le pasaba lo mismo y que por eso había procurado siempre no dejar de echar ratitos con los aficionados, en los bares o en las peñas. “Me gusta coger la guitarra y acompañar a aficionados que a lo mejor no afinan, pero que cantan con alma”, me dijo.

No hace muchos días participé en una reunión de cantaores de Mairena del Alcor, de buenos cantaores que, además de cantar en los escenarios, lo hacen en los bares cuando se tercia. Y me emocioné tanto que me dio por cantar, algo que no suelo hacer con frecuencia. Necesitaba echar fuera la emoción que me producía escuchar a esos cantaores de pueblo, sencillos, puros, que suelen cantar con el corazón, con alma, si venderte la burra. Que te dan con el cante en la cara, de cerca que los tienes. En el teatro hay siempre una especie de barrera invisible que te separa del cantaor. Los profesionales desarrollan una técnica para dar siempre una mínima medida de calidad, de ahí que antes de salir al proscenio se preocupen del sonido, de las luces, de esos detalles que no existen en las reuniones de cabales, en las fiestas privadas, donde todo es naturalidad, sencillez.

Camarón me recordó una anécdota que vivió en un reservado de Madrid siendo muy joven. Una noche escuchó a Caracol en una fiesta, con el maestro mudo, agotado, sin recursos técnicos, harto de copas. Se emocionó, claro, con el viejo gitano de Sevilla. Camarón le hizo un comentario sobre el cante que acababa de hacer y Manuel Ortega le dijo: “Aquí es donde debes aprender; las fullerías son para el teatro”. Y sobre esto he reflexionado estos días, sobre cómo la emoción de escuchar cantar va disminuyendo conforme vas ampliando los conocimientos sobre el cante y los cantaores, llegando a conocer sus fullerías o trucos.

La única manera de poder seguir siendo crítico, ejerciendo esta ya vieja profesión, es acudiendo de vez en cuando a esas reuniones de aficionados o de profesionales que gustan de meterse en fiesta, de cantar sin guitarra, marcando el compás en una mesa o en la barra de un bar. Volver a los orígenes no es solo estudiar en los viejos discos de pizarra, sino buscar la emoción del cantaor cuando canta para él y no para un público que por lo general no entiende de casi nada.

 

*  Artículo publicado originalmente en ExpoFlamenco el 16 de diciembre de 2015

 

 


Arahal, Sevilla, 1958. Crítico de flamenco, periodista y escritor. 40 años de investigación flamenca en El Correo de Andalucía. Autor de biografías de la Niña de los Peines, Carbonerillo, Manuel Escacena, Tomás Pavón, Fernando el de Triana, Manuel Gerena, Canario de Álora...

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