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Tío Borrico: alegato por la pureza

La voz de Tío Borrico emociona como pocas. ¿Por qué? Ese es el misterio que no puede desvelar la flamencología. Tampoco la que formula teorías fantasiosas fuera de toda lógica, la mitoflamencología.


Lo que sigue es una nueva versión de un artículo publicado con igual título en el último número de la revista Al Yazirat, que estuvo dedicado a Tío Borrico. Pepe Vargas es quien dirige esta revista que edita la Sociedad del Cante Grande de Algeciras y ha dado su consentimiento para que pueda leerse en Expoflamenco. Aparte de algunos añadidos y correcciones, incluye un audio cuyo contenido detallaré más adelante. Si el sufrido lector dispone de poco tiempo que vaya directo al audio, pues lo que escribo antes es un intento inútil de describir lo inefable.

 

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En el diccionario entran y salen palabras continuamente. Las hay que se inventan o que se adaptan de otros idiomas y las hay que caen en el olvido. O sea, la vida.

 

Una que tenía bastante predicamento en el flamenco hace dos o tres décadas era «pureza». Pero cayó en desgracia. Llegabas a una tertulia de aficionados, la mentaba alguien y todo el mundo sabía a qué se refería, no requería una explicación, una definición científica, como no hace falta para entender las grandes palabras. El uso apropiado –el lenguaje recto– se encarga de matizarla.

 

La nueva flamencología tiró la «pureza» por la borda porque descubrió –¡válgame un Debé del cielo!– que el flamenco es mestizo, impuro por naturaleza, mezcla de muchas tradiciones, como si las generaciones anteriores se hubieran caído de un guindo y no supieran que las jotas derivaron en alegrías, que las dulces nanas de las madres que nos parieron parieron las livianas o que un artista con arte y compás es capaz de fusionar cualquier canción de moda al compás de la bulería. Y es que, como bien dice Jorge Pardo –tocaor puro de flautas y saxos–, «toda pureza es una mezcla olvidada».

 

 

«Tío Gregorio rompe la métrica, no se ciñe a las preceptivas ocho sílabas del verso, sino que unas veces esconde unas cuantas en los pliegues de su pañuelo lo mismo que saca otras de la chistera para, de este modo, alargar la soleá según le venga en gana»

 

 

Había interés en asociar «pureza» con «inmovilismo», o sea, con «puritanismo» (y por tanto «purista» con «puritano»), cuando los flamencos de verdad pueden ser cualquier cosa menos puritanos. Los flamencos son aves libertarias que gustan ir por donde les lleve el aire. Muchos picaron el anzuelo y confundieron modernidad con ramplonería, con vaciedad, en definitiva, con posmodernidad. Quedó sentenciado que el que hablara de «pureza» era un «purista», esto es, un ser retrógrado que vivía en las cavernas o en sitios peores: peñas flamencas ancladas en el pasado donde colocan ristras de ajos ante flautas y cajones peruanos para que se espanten. ¡Pero vamos a ver, si ya se sabe que lo único puro son los elementos de la tabla periódica!

 

Llama la atención que esto no haya ocurrido en ámbitos distintos del flamenco donde nadie se hace tres cruces al escuchar hablar de la «pureza». Así, en arquitectura, la «pureza» se refiere a las construcciones fabricadas con pocos accesorios decorativos y con materiales simples y naturales. En el toreo –un arte con larga tradición de tratados estéticos, ya sean escritos u orales– están las definiciones de Juan Belmonte («parar, templar y mandar»), Domingo Ortega («parar, templar, cargar y mandar») o Rafael Ortega («citar, parar, templar y mandar, y a ser posible cargando la suerte»). Con todo y con eso, siempre hecho con «justeza» y sin adornos innecesarios. Y qué decir de la «poesía pura», la que huye del lenguaje inflamado, rebosante de retoricismo, y que caracteriza a un Paul Valéry o a un Juan Ramón Jiménez. León Felipe al principio de Versos y oraciones del caminante da en el clavo, que para eso era poeta:

 

Poesía…,
tristeza honda y ambición del alma…
¡cuándo te darás a todos… a todos,
al príncipe y al paria,
a todos…
sin ritmo y sin palabras!…

Deshaced ese verso,
quitadle los caireles de la rima,
el metro, la cadencia
y hasta la idea misma…
Aventad las palabras…
y si después queda algo todavía,
eso
será la poesía.

 

Pues lo mismo es el cante de Tío Borrico. Escuchemos con atención su voz desnuda, cruda (crúa), en una soleá de Frijones, uno de sus cantes más característicos. Tío Gregorio rompe la métrica, no se ciñe a las preceptivas ocho sílabas del verso, sino que unas veces esconde unas cuantas en los pliegues de su pañuelo lo mismo que saca otras de la chistera para, de este modo, alargar la soleá según le venga en gana. En ocasiones deja los tercios sueltos, con silencios abisales, mientras que en otras los liga con un inesperado jipío que es un latigazo sonoro. A veces parece que va a hacer una soleá distinta pero luego vuelve a su natural cauce frijonesco. La misma soleá siempre la interpreta de distinta manera pues quien canta no es una máquina sino un hombre que cambia por momentos.

 

 

Soleares de Frijones.

 

 

La voz de Tío Borrico (o su no-voz) no era apta para el bel canto, ni superaría la prueba más liviana que Operación Triunfo hiciera en Minglanilla. Su manera de vocalizar dinamitaba todas las normas, cambiaba las palabras donde le apetecía, siempre dentro del compás natural, el que se acelera y ralentiza a piacere, lo mismo que hace el corazón, no como una claqueta de metrónomo. Pero (o quizás por eso) emociona como pocas. ¿Por qué? Ese es el misterio que no puede desvelar la flamencología, ni la que formula teorías fantasiosas fuera de toda lógica, la mitoflamencología, ni la que agobia con su implacable sistema de pesos y medidas y que de tan aséptica puede caer en la flamencolejía.

 

 

«La voz de Tío Borrico no era apta para el bel canto, ni superaría la prueba más liviana que Operación Triunfo hiciera en Minglanilla. Su manera de vocalizar dinamitaba todas las normas, cambiaba las palabras donde le apetecía, siempre dentro del compás natural, el que se acelera y ralentiza a piacere, lo mismo que hace el corazón»

 

 

Se pueden imitar las formas, los estilos, las letras, las músicas, los hallazgos expresivos, pero no la pureza, que es intransferible. En el cante «pureza» e «imitación» son términos antitéticos, una es fondo y la otra solo forma. Yeats ya lo escribía en 1914 en A Coat («Una capa»), de su libro Responsabilities (traducción de Luis Cernuda):

 

De mi canción hice una capa
cubierta de mitos viejos
desde los pies hasta el cuello.
Pero los tontos la cogieron,
llevándola ante la gente
como si la hubieran hecho.
Canción, deja que la lleven
porque más resolución hay
en andar desnudo.

 

La pureza, en definitiva, es un camino, una búsqueda, como el que transitaba John Coltrane en A Love Supreme, Antonio Mairena en El calor de mis recuerdos o Paco de Lucía en Luzia. A Tío Borrico le costó muy poco alcanzarla.

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Al hablar de Tío Borrico no puedo evitar acordarme de Manuel Escribano López, a quien conocí en 1992, trabajando en el IES Antonio Gala, de Alhaurín el Grande. Le gustaba el flamenco, pero tenía pocas grabaciones, así que empecé a darle material sonoro de todo tipo. Al llegar a Tío Borrico me dijo: «No quiero nada más, esto ya no se puede superar». Supo con nitidez que mayor pureza no cabía en una voz. No le hizo falta explicar el porqué.

 

Manolo se nos fue hace seis meses y nos ha dejado huérfanos a muchos. Seguro que está tomando una copa de Jerez con Tío Borrico en la gloria. No imagino armonía más perfecta: dos personas nobles charlando y cantando en un tabanco.

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El audio al que aludí al principio contiene 19 tomas distintas de la soleá de Frijones en la voz de Tío Borrico. Como estamos en la época de la dispersión y la no-atención, a algunos se les atragantarán casi trece minutos de crudo minimalismo sonoro. Ellos se lo pierden.

 

Dicho audio no sigue un orden cronológico, solo quiere mostrar la diversidad de formas que puede tomar una misma soleá. Eso sí, la primera que aparece es la más antigua. Quizás sea el primer testimonio sonoro que conservamos de Tío Gregorio y la grabó mi amigo Pierre Lefranc en 1961, cuando fue a Jerez en compañía de Anzonini. Están también las que aparecen en los discos de Hispavox, Vergara, Ariola, RCA y Polydor, en la serie de televisión Rito y Geografía del Cante, además de algunas grabaciones en directo y, por supuesto, en el cedé que acompaña al magnífico libro que mi amigo José María Castaño editó en 2010 con la colaboración del recordado Alfredo Benítez y Gonzalo López. Las guitarras de su sobrino Parrilla, Paco Cepero, Manuel Morao, Niño Jero, Pedro Bacán y Pedro Peña escudan al gran cantaor jerezano.

 

Tío Borrico tomaba la música de la soleá de Frijones como si un estándar de jazz se tratara: se vale de su arquitectura melódica para improvisar sobre ella con total libertad. Así, a veces, parece que va a hacer la soleá de la Andonda, en otras hay apuntes de Tomás Pavón o de Juaniquí, como la que canta en cuarto lugar (Limosna he pedío pa ti), que es la soleá de la que se valió Camarón para empezar su célebre Romance del Amargo. En fin, todo un mundo en un espacio tan reducido que da que pensar sobre la creación en el cante.

 

Imagen superior: Pedro Carabante

 

 

Tío Borrico. Foto: Antonio España

 

 


Ramón Soler Díaz (Málaga, 1966) es profesor de Matemáticas e investigador de Flamenco. Con estos antecedentes penales lo mismo se sale por la tangente que te sale por peteneras, por eso ha publicado varios libros sobre flamenco y lírica tradicional.

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