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Batallitas flamencas en la mili – Las cozas (VIII)

Como gallego criado en Madrid, hijo musical de McCartney y Bach, nunca había tenido la suerte de toparme de verdad con nuestro amado género, hasta que me tocó hacer el servicio militar y, sobre todo, cuando comenzó a apretar el hambre. Entonces tuve que coger la guitarra y ponerme a cantar con una mano delante y otra detrás.


Soy de la quinta del 81. El año de Tejero. Hice el CIR en Alicante, Rabasa, y el resto de la mili en Cartagena, carros de combate. Me metí en la banda el primer día. Cuando supe que los turutas hacían guardias pedí tocar el tambor. Como soy zurdo, tuve al principio algún problema con el subteniente de la banda del cuartel de Cartagena, pero mi sentido del ritmo ganó y me quedé con las baquetas y la caja toda la mili. Estar en la banda parece un chollo, pero en la marinera ciudad murciana te hartabas de tocar en las juras de bandera de los miles de infantes de marina que pasaban por allí. En ese contexto, flamenco más bien poco, aunque tocar tras la impresionante imaginería de Francisco Salzillo en Murcia tiene su jondura.

 

Desde que llegué al cartaginés cuartel de Tentegorra me junté con los gitanos, eran los más musicales, cantaban y hacían compás todo el día. Y yo, muy lejos aún de cualquier cosa parecida al flamenco, ya era seguidor de Lole y Manuel y de Triana y de Imán Califato Independiente. Las canciones de Manzanita y las rumbitas de Bordón Cuatro copaban casi todas nuestras largas horas de ocio. Como yo no era muy diestro aún en la sonanta, me dedicaba a escribir letras alternativas a las originales con temas de crítica al coronel, que tenía un precioso pastor alemán, que llamábamos “El perro del coronel”. Y claro, nos escuchaba el sargento y al calabozo dos semanas. Confieso que le habíamos cogido el gusto a estar en el calabozo y cada vez que entraba alguien “los callos reales” le hacían la vida imposible hasta que volvíamos a quedarnos solos. La primera letra que nos costó el arresto fue una versión del Verde que te quiero verde. No la recuerdo, pero no se me olvida que un brigada con muy mala uva la escuchó y nos llevo a la prevención y de allí al calabozo. Confieso que aprendí más de la gitanería, de su carácter y formas, en aquellos meses cartageneros que en todas mis andanzas con los flamencos en treinta años después de Viena.

 

 

«Cantar a lo andaluz por Triana, Chunguitos, Lole y Manuel y sobre todo Manzanita me ayudó mucho después, hasta lograr ganarme la vida dignamente en el País de los Ciegos. Curiosamente en la Ciudad de la Música fui durante unos años el tuerto. Sin roneo, pregunten, pregunten»

 

 

En las muchas horas que pasábamos en el cuarto de la banda, sito en medio de un bosquecillo dentro del perímetro del “España 18”, que así se llamaba el cuartel de carros de combate al que me destinaron, yo no soltaba el tambor. El brigada y el subteniente de la banda se las pasaban hincando el codo, pero si dejaban de escuchar los tambores salían de la cantina de suboficiales, no muy lejos de allí, y bronca. Por lo que yo no dejaba de practicar con el dichoso tambor y claro, intentaba acompañar las rumbitas de moda midiendo el volumen pero dando aire a las canciones. Creo que en aquellos meses del 81 y 82 afiné bastante mi sentido del compás para los estilos que practicaría a partir de enero del 83 cuando llegué a Viena y, gracias a aquellos sones de la mili, me licencié en los aires rumbosos con los que me ganaría la vida los ocho años siguientes.

 

También aprendí a entonarme cantando al estilo de Manzanita y Lole, con el rajo que necesita ese género de canciones. Yo, que me había pasado la niñez y la adolescencia cantando por los Beatles, los Beach Boys y los popeiros patrios como Fórmula V, Pekeniques, Brincos, Diablos, Mikel Ríos y poco más, cantar a lo andaluz por Triana, Chunguitos, Lole y Manuel y sobre todo Manzanita me ayudó mucho después, hasta lograr ganarme la vida dignamente en el País de los Ciegos. Curiosamente en la Ciudad de la Música fui durante unos años el tuerto. Sin roneo, pregunten, pregunten.

 

La mili, la primera, ya que como he comentado en algún otro artículo por aquí la segunda la hice los años que estuve con mi maestro Antonio Gades. En la primera en Cartagena tuve contacto no con el flamenco directamente, ya que allí no tuve la suerte de saborear los cantes mineros, ni el trovo ni la soleá y seguiriya, pero sí como digo las rumbitas y demás canciones aflamencadas, acercándome a un mundo musical que, aunque ni de lejos lo sospechaba, sería finalmente la música de mi vida. Por entonces, la mili había truncado de forma abrupta, como le ocurría a todo hijo de vecino, en mi caso los estudios de violonchelo en el Conservatorio de Madrid, que cursaba con el gran Pedro Corostola, una carrera que no apuntaba mal y que quise retomar cuando acabé el servicio militar. Para recuperar el tiempo perdido decidí salir de España, y quiso el destino que, algún día contaré por qué, la ciudad elegida fue Viena. Estudios de cello que en 1985 acabé dejando para iniciar los de musicología en la universidad y que en 1990 concluí con las mejores calificaciones. Volví a casa con mi título y se abrió ante mí un abismo.

 

 

«Siempre estaré agradecido al genial cantaor granadino Enrique Morente por haberme animado a seguir el camino del flamenco en mi vocación investigadora en la que me había formado en la universidad. Hoy parece de lo más normal que uno se especialice en flamenco, pero hace treinta años era cosa de locos»

 

 

Pronto descubrí que la musicología española vivía totalmente de espaldas al flamenco y yo, aunque había leído mi tesis de grado sobre Puccini, decidí dedicarme al flamenco, animado por un nuevo amigo que hice nada más llegar de Viena, el gran Enrique Morente. Siempre estaré agradecido al genial cantaor granadino el haberme animado a seguir el camino del flamenco en mi vocación investigadora en la que me había formado en la universidad. Pude haber seguido el estudio de la ópera española, de cualquier otro género de música académica, que por entonces en España también estaban necesitados de estudiosos. Sin embargo, resultaba inaudito que el género musical más popular en el mundo no fuese atendido como debía por quienes se habían formado para tal menester. Hoy parece de lo más normal que uno se especialice en flamenco, pero hace treinta años, y lo digo sin pretensión de colgarme medalla alguna, era cosa de locos.

 

En la mili se aprendía mucho de la vida, a más de uno no le vendría mal, pero lo que no me esperaba es que me sirviera para despertar el interés por el flamenco que, como gallego criado en Madrid, hijo musical de Paul McCartney y Johann Sebastian Bach, nunca había tenido la suerte de toparme de verdad con nuestro amado género, hasta que me tocó hacer el servicio militar y, sobre todo, cuando comenzó a apretar el hambre y, echando mano de lo aprendido en Cartagena, tuve que coger la guitarra y ponerme a cantar tras mi desembarco, con una mano delante y otra detrás, todo hay que decirlo, en la capital austriaca. Las cozas.

 

Imagen superior: Faust984.  

 

 

→  Ver aquí las entregas anteriores de la sección A Cuerda Pelá de Faustino Núñez en Expoflamenco

 

 


Musicólogo de Vigo (Galicia). Investigador y profesor. Amante de la música. Enamorado del flamenco. Y apasionado de La Viña gaditana.

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