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De cuando trabajé en el circo – Las cozas (V)

Confieso que la experiencia de trabajar junto a los elefantes, leones y trapecistas me atraía. Siempre he sido muy de superar retos. Jamás imaginé que la vida me iba a llevar a trabajar en el circo, pero ya ves, amable lector, lo que son las cozas.


«¡Tienes que escribir tus memorias!», me llevan diciendo muchos amigos desde hace tiempo. De ahí que haya comenzado esta serie de artículos relatando algunas vivencias, esas experiencias inolvidables que vale la pena compartir. En esta quinta entrega os voy a contar una experiencia que tuve allá por el año 1987, cuando llevaba ya cinco años viviendo en Viena, trabajando duro y estudiando en la universidad. Ya se sabe que cuando tienes veintitantos te apuntas a un bombardeo. Solía tocar todas las noches hasta las tres de la mañana y a las ocho ya estaba sentado en mi pupitre del Instituto de Musicología de la facultad. A esas edades no hay nada imposible, sobre todo cuando estas viviendo en el paraíso de los músicos, a pesar del metro de nieve perenne de noviembre a abril.

 

Cuatro actividades ocupaban casi todo mi tiempo en Viena: estudiar (todo el día), trabajar casi a diario en los clubs de música nocturna, cantar en el coro de San Agustín (martes ensayo y domingo misa con orquesta y solistas) e ir a la ópera (casi todas las tardes al salir de clase y antes de entrar a currar, a los alumnos de la universidad nos salía prácticamente gratis escuchar a Pavarotti con los filarmónicos en el foso interpretando Traviata, un lujo). Vida pues muy atareada pero deliciosa. En cuestiones de trabajo (aún conservo las agendas donde apuntaba los locales donde actuaba), hacía casi todo lo que me proponían, entiéndase tocar y cantar, que es lo único que se me da medio bien. Y así ocho años largos.

 

Un buen día –noche, mejor dicho– estaba yo sobre el escenario del Roter Engel, el más concurrido local del centro de la ciudad que programaba música en vivo a diario de nueve de la noche a tres de la madrugada, con mi guitarra desgañitándome por Peret y los Chichos, seguramente junto a mi compadre Manuel, hoy un gran director de orquesta que recorre el mundo entero con su batuta y que entonces estudiaba en Viena y buscábamos la vida juntos, él tocando la percusión y haciendo coro. Esa noche apareció un amigo junto a un hombre de unos cincuenta años que, abriéndose paso entre el gentío que llenaba el local, por fin lograron un lugar en la barra y, después de saludarme con la mano, mi amigo hizo el gesto de querer hablar conmigo en la siguiente pausa. Por entonces hacía tres pases de cuarenta minutos, bien en el primer turno (de nueve a media noche) o bien en el segundo (de doce a tres). Acabé el pase y me fui directo a la barra a saludar a mi amigo, quien me presentó a aquel hombre, con una cara de español que tiraba para atrás. Extendiendo la mano se presentó:

 

– Soy Ricardo Modrego.

 

Confieso que no tenia ni idea de quién era. Pronto supe que había grabado tres LP con un jovencísimo Paco de Lucía, tres discos deliciosos que hoy guardo como oro en paño. Por entonces, aunque conocía casi todos los discos del Gran Jefe, aquellos ni me sonaban. Por entonces estaba preparando mi tesis de grado sobre el Leitmotiv en Puccini, y aún ni presentía lo que acabó siendo mi campo principal de investigación, el flamenco.

 

Mi amigo me dijo entonces que Ricardo estaba buscando un cantaor y le había dicho que lo más parecido a uno en Viena era yo. Entonces me dice:

 

– Tengo un contrato de seis meses y el cantaor se me ha ido para España, y necesito urgente uno para empezar a partir de mañana.

– ¡Pero si yo no soy cantaor! Yo hago lo que usted ha visto aquí, cantiñear por rumbas y sevillanas.

– Me vale, dijo sonriendo. Tienes que cantar tres cositas, una canción de Lorca, unas alegrías y el Viva España.

— ¿Qué?

 

Confieso que casi odiaba la canción del belga Leo Caerts popularizada por Manolo Escobar y que tanto me pedía el público vienés en aquellos años. Estuve a punto de decirle que no, pero viendo mi cara de sorpresa por tener que cantar el dichoso pasodoble me dijo:

 

– Quinientos chelines diarios y el trabajo son dos pases, el primero de 17 a 18 y el segundo de 19 a 20.

 

La oferta era muy tentadora y entonces le pregunté:

 

– ¿Y dónde es?

– En el Circo Nacional Austriaco, esta temporada está dedicada a nuestro país bajo el rótulo de Que viva España.

 

Ojiplático me quedé. ¿El circo? Por entonces en la música yo había hecho casi de todo, pero en el circo… El sueldo era muy tentador, seis meses significaban tener la vida bien resuelta hasta fin de curso, y confieso que la experiencia de trabajar junto a los elefantes, leones y trapecistas me atraía, siempre he sido muy de superar retos.

 

– Acepto, le dije.

 

Y nada, al día siguiente ya estaba en un carromato con camisa de chorreras preparado, después de ensayar, para saltar a la pista micrófono en mano y cantar aquellos tres números. El grupito era pequeño: Ricardo a la guitarra, su mujer Teo Santelmo al baile, con dos niñas y un chaval que resultó ser un fenómeno con los palillos.

 

Entre pase y pase había una hora que yo pasaba en el carromato de los Modrego ensayando. Ricardo siempre fue muy amable conmigo, y en aquellas tardes frías del Prater vienés donde estaba instalada la enorme carpa, me puso lo poco que sé tocar la guitarra flamenca. Me enseñó los rudimentos de mano derecha por bulerías, soleá, tangos y alegrías, y recuerdo aquellos meses con nostalgia. Fue una experiencia singular donde las haya. La vida del circo desde dentro es dura, aunque se nota vocacional. Aquella gente –no me refiero a los flamencos, que habían sido contratados para la ocasión, sino a los payasos y acróbatas, domadores, etc.– siempre estaban risueños. Se notaba que, aunque aquel trote era duro, habían nacido para aquello. Nunca lo olvidaré y siempre estaré agradecido al gran Ricardo Modrego, quien nos dejó hace unos pocos años, que contara conmigo para aquel contrato.

 

Un día le pregunté que cómo había acabado en el circo. Y me dijo que su sueño era tener un mercedes (años después supe que ese era el sueño de muchos flamencos) y que la especial naturaleza de ese trabajo le permitía ahorrar durante seis meses y volver a España con dinero suficiente para hacer realidad aquel deseo. Jamás imaginé que la vida me iba a llevar a trabajar en el circo, pero ya ves, amable lector, lo que son las cozas.

 

Imagen: Becky Phan – Unsplash 

 

 

→  Ver aquí las entregas anteriores de la sección A Cuerda Pelá de Faustino Núñez en Expoflamenco

 

 

 

 


Musicólogo de Vigo (Galicia). Investigador y profesor. Amante de la música. Enamorado del flamenco. Y apasionado de La Viña gaditana.

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