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Profesión y diversión – Las cozas (VI)

Desde aquella noche con Placidín, siempre que me invitaban a un cumpleaños, si antes de colgar el teléfono me soltaban lo de «tráete la guitarra, ¿eh?», decía que sí y nunca aparecía.


— A mi padre le llaman “Placi Mingo”, porque no tiene el Do. Quien me decía esto aquel frío dia de 1983 era Placidín, el hijo del gran tenor madrileño, que por entonces estudiaba, como yo, en Viena. Bueno, yo estaba tieso y él “nadaba en la ambulancia”, como dice Manquiñas en Airbag. Plácido hijo tenía un apartamento frente a la Staatsoper en el primer distrito de la capital austriaca presidido por un Steinway gran cola que ocupaba un tercio de la estancia principal. Recuerdo que en la puerta de enfrente de aquella planta había un cartelito que ponía “Claudio Abbado”. Una choza, vaya.

 

Lo cierto es que el chaval estaba más solo que la una y se arrimó rápido a un pequeño grupo de españoles que andábamos por allí. Tomás El Ñaño me lo presentó, lo conocía de las clases de alemán y vino a escucharme cantar a un local donde mi menda daba los primeros pinitos con la guitarra y cantando “flamenkito apaleao”, buscando la vida. Como dice el adagio, “en el país de los ciegos el tuerto es el rey”. Y yo, que sé cantar y tocar la guitarra desde niño, no me cortaba para arrancarme. En la mili, juntándome con los gitanitos, pude aprender algunas rumbitas, amén de los tanguillos de Jarcha “hola Pepillo, hola José” que había aprendido en mis años en la universidad laboral de Toledo y que tanto gustaron el día de mi llegada a Viena durante una velada en casa del hermano del humorista José Luis Coll, que trabajaba en la sede de Naciones Unidas. Quiso Dios que allí hubiera una guitarra y salí con el dicho tango de Cádiz y todos los presentes estuvieron de acuerdo: «Aquí con eso te puedes ganar muy bien la vida». Aquello fue llegar y besar el Santo. El miedo que tuve en mis primeros meses en Austria era qué iba a hacer cuando se me acabara el dinero que había ahorrado tocando en el metro de Madrid (cien talegos de 1983). Siempre me quedaba el recurso de tocar en la calle, lo llevaba haciendo desde niño y estaba habituado. El frío de la ciudad suponía un problema, pero nada que no pudiera vencer el hambre.

 

 

«El miedo que tuve en mis primeros meses en Austria era qué iba a hacer cuando se me acabara el dinero que había ahorrado tocando en el metro de Madrid: cien talegos de 1983. Siempre me quedaba el recurso de tocar en la calle»

 

 

Dicho y hecho. Al final logré vivir durante los ocho años que pasé en “la ciudad de la música” de las actuaciones, diarias, que ofrecía en los diferentes locales de música en vivo de la ciudad, el Roter Engel, el Túnel, Papas Tapas, el Malecón, el Andino, la Bodega Manchega… La verdad, aunque esté mal que yo lo diga, hay muchos testigos de esto, en poco tiempo me había convertido en una pequeña celebridad de la noche vienesa y no me faltaba el trabajo, lo que me permitió no sólo vivir con cierta holgura sino realizar mis estudios en la universidad sin la presión de tener que buscar las papas derrochando el tiempo que, sobre todo cuando eres joven, es el bien más preciado.

 

 

Bodega Manchega de Viena, 1984. Aparecen, junto a Faustino Núñez, Pepe y Paco de Lucía. El resto son amigos. El de la barba es Juan Hernández, el dueño.

 

 

Plácido hijo, un buen día, me dijo que si quería tocar en su cumpleaños. Lo iba a celebrar por todo lo alto en la Bodega Manchega de mi querido amigo Juan Hernández. Yo tocaba allí al menos una vez por semana, pero al tratarse de una fiesta privada el caché era diferente. En aquellos años hice muchas actuaciones en casas de billetosos que te contrataban para ambientar sus bodas, bautizos, comuniones o cumpleaños. Al vienés le va mucho la fiesta y siempre está dispuesto a tirar la casa por la ventana. Recuerdo que en una boda en el Wachau, la paradisíaca región de la Bohemia austriaca, comencé a tocar con mi banda a las ocho de la tarde en pases de cuarenta minutos, pero de repente, sobre las nueve y media, desapareció todo el mundo, pregunté que qué pasaba y me dijeron que los amigos del novio habían raptado a la novia, una tradición, y no regresarían hasta encontrarla. Aquello podía tardar horas. Nadie me había alertado sobre la costumbre y yo, en modo zorro hispano, seguí tocando para los ocho que se habían quedado en el baile. Al regresar los invitados ya eran cerca de las once, anuncié la última y comencé a recoger. El novio vino corriendo diciéndome que a dónde iba.

 

— Volvemos a Viena, le contesté.

— ¡Pero si la fiesta acaba de empezar!

 

Entonces le expliqué que durante el rapto yo no había dejado de tocar y que ya había cumplido el contrato. El pobre, con la cara descompuesta, sacó un fajo de billetes y me dijo:

 

— Por cada media hora que toques y cantes te endiño dos mil chelines.

 

Aquel día llegamos a casa a las diez de la mañana: A hard day’s night.

 

Cómo iba contando, le dije a Placidín que al tratarse de una fiesta privada, y haciéndole precio de amigo, le iba a cobrar… No recuerdo. Me dijo que no me preocupara. ¡Claro que me preocupaba! El niño tenía fama de tener un cocodrilo en cada bolsillo y me temía lo peor por aquello de que donde hay confianza da asco. Empezó la noche, subí al pequeño escenario de la Bodega Manchega y a cantar se ha dicho: Me casé con un enano salerito…, El trigo dijo a las flores…, Si me das a elegir, Me llaman el loco de la calle donde vivo…, Cuando el amor llega así de esta manera… y cosas por aquel estilo rumboso que volvía locos a los vieneses. Vino, cerveza y tapas varias, mucha chavalada, mujeres de postín, gente de pasta gansa en general. Aquello apuntaba bien. Y entonces llegó el siempre desagradable momento en el que el artista ve que el que te contrata no hace amago de sacar la lana sino más bien está dispuesto a beberse Escocia entera, de Glasgow a Edimburgo. Me acerqué a Plácido y le solté:

 

— Oye, que yo he acabado y me voy, que en cuatro horas tengo que estar sentado en clase.

 

 

«Llevo toda la vida viendo cómo hay gente que se cree que los músicos somos animalitos de circo que estamos en el mundo para divertir al personal. Hay que ser cateto, y mala persona, para no darse cuenta de que la música es, además de una expresión artística, un trabajo como otro cualquiera»

 

 

Lo de dormir cuatro horas combinando trabajo y estudios era lo más normal, lo pienso ahora y no lo creo, pero cuando tienes veintitantos ya se sabe. Y el hijo del gran tenor, al que ya entonces admiraba, me soltó:

 

— Venga ya, Faustino, pero si te lo estás pasando en grande, que he visto incluso cómo estabas ligando con aquella rubia.

 

Y señaló a una pureta que me estaba poco menos que acosando. Me di la vuelta y, acordándome de su madre, me quité de en medio.

 

Desde aquella noche, siempre que me invitaban a un cumpleaños, si antes de colgar el teléfono me soltaban lo de «tráete la guitarra, ¿eh?», decía que sí y nunca aparecía. Llevo toda la vida viendo cómo hay gente que se cree que los músicos somos animalitos de circo que estamos en el mundo para divertir al personal. Seguro que muchos de los que me están leyendo lo han vivido alguna vez. Hay que ser cateto, y mala persona, para no darse cuenta de que la música es, además de una expresión artística, un trabajo como otro cualquiera. Las cozas.

 

Imagen superior: Faustino Núñez tocando el bajo en el local Macondo de Viena en 1985 con el trío Café con Leche.  

 

 

→  Ver aquí las entregas anteriores de la sección A Cuerda Pelá de Faustino Núñez en Expoflamenco

 

 


Musicólogo de Vigo (Galicia). Investigador y profesor. Amante de la música. Enamorado del flamenco. Y apasionado de La Viña gaditana.

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