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Pansequito defendió su campo hasta el final

El cantaor gaditano fallece en Sevilla a los 78 años, tras brillar con luz propia en una generación que marcó un antes y un después para el cante flamenco. Su personalidad lo llevó hacia una evolución no transgresora, en la que siempre tuvo al lado a su compañera Aurora Vargas.


El Puerto de Santa María amaneció el viernes con una levantera fría y desabrida, portadora de noticias tristes: José Cortés Jiménez, Pansequito, había fallecido en Sevilla a consecuencia de una enfermedad detectada hace unos meses. La localidad de la Bahía gaditana, una de las cunas del flamenco, tenía en este cantaor uno de sus estandartes, a pesar de que había nacido en La Línea de la Concepción, en el Campo de Gibraltar, hace 78 años. Pero fue El Puerto el lugar donde habitaba su memoria infantil, y donde se le abrió el mundo del flamenco, lo que le valió la distinción de Hijo adoptivo en 2001. De hecho, en sus comienzos su remoquete artístico era Pansequito del Puerto.

 

Con él se apaga una de las grandes voces que eclosionaron en los años 70, aquella generación dorada que, por pura fatalidad cronológica, ha ido desapareciendo en los últimos años, y que, sin temor al tópico, puede calificarse de irrepetible. Un consumado intérprete de estilos diversos, en especial por bulería y soleá, que no pasó desapercibido para aquel ojeador infalible que era Manolo Caracol, que se lo llevó desde la malagueña Taberna Gitana a su tablao madrileño cuando apenas había cumplido la mayoría de edad.  

 

Tampoco se le escapó al olfato fino de Antonio Gades, que lo fichó para su Ballet Flamenco y lo llevó a conocer Europa. Pero a Panseco le tiraba demasiado la tierra, y siguió curtiéndose en la exigente disciplina del tablao junto a grandes como Pepe Marchena, Pastora Imperio, Juanito Valderrama, Pepe Pinto o La Niña de los Peines. Hasta que, en 1974, el Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba lo consagró con un Premio a la Creatividad creador ex profeso para él.

 

Un galardón que Juan de la Plata justificaba por el “sonar distinto” del gaditano y “traer un aire renovador al flamenco”. Era sí, un tiempo de renovación, de aires nuevos como los que agitaban las cuerdas de su compadre y acompañante habitual entonces, Paco Cepero. Pero Panseco nunca quiso ir tan lejos como otros hermanos de quinta como Camarón, Morente o Juan El Lebrijano. Su aportación no sería transgresora, sino firmemente anclada en los más firmes predios de la tradición. A pesar de ello, temía siempre haberse excedido en su atrevimiento. “He sido demasiado moderno”, me confesó en cierta ocasión, sorprendido de que la afición le hubiera perdonado todo. “Fui criticado y ahora soy un icono”.

 

 

«Temía siempre haberse excedido en su atrevimiento. “He sido demasiado moderno”, me confesó en cierta ocasión, sorprendido de que la afición le hubiera perdonado todo. “Fui criticado y ahora soy un icono”»

    

 

Sutilísimo, pero cierto, ese espíritu innovador, que el poeta y crítico Manolo Ríos Ruiz resumiría en estos términos: “Cuando Pansequito canta por soleá –afirma Ríos Ruiz, parece que, de un instante a otro, va a desparramarse, pero nunca sucede. Lo que ocurre es que su concepción de este estilo lleva implícita un especial barroquismo en algunos de sus tercios, más el compás natural no lo pierde, sino que lo adapta a su manera de hacer el cante”.

 

En esas búsquedas tuvo siempre a su lado a su compañera, la cantaora y bailaora Aurora Vargas, el gran amor de su vida y con la que formó un tándem artístico igualmente indisoluble y perfectamente complementado.

 

 

 

 

 

 

 

 

El arte de Pansequito, no obstante, no estuvo reñido con el éxito comercial, y en ese mismo ecuador de los 70 alcanzó ventas millonarias con aquella declaración de amor a Andalucía titulada Tengo una novia morena. Otros cantes suyos como No me importa lo que digan, Los gitanos de la cava o Tápame forman parte de su fonografía imprescindible.  

 

Una larga y fecunda trayectoria en la que, junto a los palos citados, Pansequito brilló en tablaos y festivales por tanguillos, fandangos, tarantos, alegrías, tarantos, martinetes, rumbas o romances… Y con letras escritas por su propia mano. Y le tocaron todos los grandes, desde el citado Cepero a los Habichuela, pasando por Enrique de Melchor, Tomatito o Moraíto.

 

 

«Camarón, en los años previos a su trágica muerte, aseguraba que lo único que le interesaba de aquellos últimos 80 y principios de los 90 era lo que hacía Pansequito»

 

 

“Soy un cantaor que se mete por cualquier sitio, y la gente eso lo acoge bien”, aseveró en un encuentro que tuvimos hace siete u ocho años en Sevilla, “aunque eso no se debería ni preguntar. Uno tiene su campo, como cuando va un torero y sabes que va a hacer su faena primero con el capote y luego con muleta, que va a banderillear y luego a matar. A veces sale bien, otras muy bien y otras peor, pero el campo que hay que defender, por el que yo lucho, es siempre el mismo”.     

 

Panseco defendió aquel campo con uñas y dientes, y los buscadores de oro del cante sabían que no debían alejarse demasiado de los lugares por los que él pisaba. Álvarez Caballero recordaba, por ejemplo, que Camarón, en los años previos a su trágica muerte, le había asegurado que lo único que le interesaba de aquellos últimos 80 y principios de los 90 era lo que hacía Pansequito.

 

Desde su venerable vejez, José Cortés había seguido apoyando a los jóvenes, animándolos a encontrar su sello propio. Le gustaba mucho el cante de Antonio Reyes, de Jesús Méndez y de Rancapino Chico, el hijo de su compadre Alonso Núñez. También tuvo éxitos tardíos como el Giraldillo del Cante 2010, cuando ya era toda una institución. Si había sido criticado antaño, ya ni acordarse quería: ahora era un icono, y lo seguirá siendo en la memoria de los aficionados. 

 

Imagen superior: Pansequito, en el homenaje a Carmelilla Montoya, Fibes Sevilla, dic  2019. Foto: perezventana

   


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

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