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Eduardo Guerrero: la vida mancha

El bailaor gaditano Eduardo Guerrero confirma su evolución en una poética propuesta en la que exhibe sus portentosas facultades físicas. Crónica de su actuación en el Gran Teatro Falla.


Solía decir Fernando Quiñones que Cádiz, siendo cantaora, era aún más bailaora, seguramente por aquella leyenda, tan cara al escritor, que conectaba a los flamencos con las bailarinas del Gades romano. Lo cierto es que, tras algunos años de cosechas irregulares en este campo, en los últimos tiempos estamos asistiendo a la eclosión de jóvenes valores que mantienen alto el listón de la tradición dancística gaditana.

El caso de María Moreno, un talento en permanente progresión, es incontestable. Y lo mismo se puede decir de Eduardo Guerrero, que ayer mismo puso en pie al Gran Teatro Falla en la presentación en casa de su nuevo espectáculo, Sombra Efímera II.

 

«Puro baile flamenco, contemporáneo como corresponde a un creador de treinta y pico años, pero con sus raíces bien firmes y cargado de Futuro, título de la bulería por soleá que cierra»

 

Es cierto que Guerrero no es ningún principiante. Está a punto de cumplir diez años con su propia compañía, y en este tiempo ha sabido dar forma a un lenguaje escénico que tiene muchas deudas, pero que al cabo ha terminado siendo suyo, personal y definitorio de lo que es y de lo que quiere ser.

A telón abierto recibe al público, poco antes de que el escenario se llene de humo. Desde el principio entendemos que la escenografía va a jugar con una poética de símbolos elementales, sin una hilazón narrativa concreta. El humo, la tierra, el fuego, los colores primarios, todo apunta a una deliberada austeridad cuando suena el pregón inicial inquiriendo, “¿Quién abre la puerta…?”.

 

Sombra efímera II, de Eduardo Guerrero. Gran Teatro Falla, Cádiz. Foto: Guillermo Mendo

 

El cante de Samara Montañez y Manuel Soto, espléndidos ambos incluyendo momentos estremecedores, va más allá del espacio sonoro para prestarse al juego coreográfico del montaje. Lo mismo puede decirse del guitarrista Javier Ibáñez, quien firma también una composición de regusto clásico, muy atenta a las evoluciones del bailaor.

Con el resto de los elementos escénicos –el montecillo de tierra oscura, el árbol, el telón hecho de retales–, así como una potente iluminación, se plantea una sucesión de episodios de inspiración amorosa sobre una base de palos clásicos. Si hubiera que quedarse con un momento del mismo, tal vez el mejor es ese, rayano en lo acrobático, en que Guerrero baila por tangos jugando con los cordones de la bota alrededor del cuello. 

 

«La metáfora final, con el bailaor tiznado de tierra y hollín, parecía de lo más oportuna: la vida mancha, pero solo vale la pena vivirla si nos hundimos gozosamente en ella»

              

Taranto, jarcha, tangos, zapateado, romance, toná, seguiriya y fandangos sirven el terreno a Guerrero para desplegar sus mejores armas, destacando entre ellas esa exhibición de facultades físicas que por momentos se antoja portentosa. El gaditano tiene hambre de triunfo y sale a darlo todo desde el primer minuto, concitando en su baile la tradición de la tierra con esa búsqueda de nuevas posibilidades expresivas del cuerpo que viene de Mario Maya –uno de sus primeros mentores– y llega hasta Andrés Marín, Rocío Molina o Israel Galván.

En ello residen los mejores atributos de Guerrero, pero también cierto riesgo de caer en el efectismo, de buscar el aplauso de un modo demasiado evidente, o con demasiada prisa. Riesgo que el bailaor conjurará sin mayores problemas si no olvida que una carretilla vertiginosa no es por fuerza más emocionante que sus brazos levantándose morosamente o esos escorzos dibujados con delicadeza. Hay tiempo para todo, y él está tan dotado para una cosa como para la otra.    

Al menos este espectador, a esa hora más propicia para ir a los toros que a un espectáculo de baile –las cuatro de la tarde, por prescripción de las autoridades sanitarias y gubernativas– le llegó más la búsqueda de la emoción que la de la espectacularidad, aunque esta última tenga más peso.

La metáfora final, con el tapete del escenario levantado y el bailaor tiznado de tierra y hollín, parecía de lo más oportuna: la vida mancha, pero solo vale la pena vivirla si nos hundimos profunda y gozosamente en ella. 

Eduardo Guerrero, en fin, no da ni trampa ni cartón durante la hora larga que defiende su propuesta en escena: puro baile flamenco, contemporáneo como corresponde a un creador de treinta y pico años, pero con sus raíces bien firmes y cargado de Futuro, como se titula precisamente la bulería por soleá que cierra el montaje. Unos puntos suspensivos que nos invitan a seguir leyendo el relato de un bailaor con mucho aún por decir.

Imagen superior de Eduardo Guerrero: Ana Palma

 

Ficha artística

Sombra efímera II, de Eduardo Guerrero
Gran Teatro Falla. 14 de noviembre de 2020
Baile: Eduardo Guerrero
Cante: Samara Montañez, Manuel Soto
Guitarra: Javier Ibáñez     

 

Sombra efímera II, de Eduardo Guerrero. Gran Teatro Falla, Cádiz. Foto: Guillermo Mendo

 

Sombra efímera II, de Eduardo Guerrero. Gran Teatro Falla, Cádiz. Foto: Ana Palma

 

Sombra efímera II, de Eduardo Guerrero. Gran Teatro Falla, Cádiz. Foto: Ana Palma

 

 


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

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