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El Bengala, la libretita de Pepe Torre y la foto de El Nitri en el ataúd

Séptima entrega de FE DEBIDA: memorias flamencas del investigador portuense Luis Suárez Ávila. «El Bengala fue machacador y follador en la fragua, banderillero con su primo Cagancho, camarero en el tablao El Arenal, cantaor en ventas y colmados».


Fue por julio de 1958 cuando estuve pasando unos días en Sevilla. Yo era amigo, y sigo siéndolo, de los Sánchez Cañaveral que vivían en la calle Crédito 15, detrás de la capillita de la Virgen del Carmen de la calle Calatrava, en plena Alameda de Hércules, a pocos metros de la casa número 20 en que vivieron Pastora Pavón y su marido Pepe Pinto, aunque yo todavía ni los conocía. Yo brujuleaba por aquí y por allá. Y, como no tenía nada que hacer, me dediqué a conocer Sevilla. Un día, al atardecer, iba yo por Triana, por la calle Pagés del Corro, la Cava de los Gitanos. Toda la calle estaba desierta. Pero en un zaguán, sentado en el sardinel de la puerta, en el número 112, estaba un señor canoso, en camiseta de tirantas, tomando el fresco. Yo adiviné que era gitano, porque fui adquiriendo una especie de ciencia infusa para identificarlos. Identificado, mi sistema para entrar en conversación era muy fácil. Le preguntaba por una calle, generalmente cercana, y pegaba la hebra. Pues a este venerable gitano le pregunté por la calle Rodrigo de Triana, que estaba a dos pasos. Me dijo dónde era y entablamos una inicial conversación. Al rato, salió a relucir el nombre de El Puerto de Santa María y me dijo que su familia procedía de El Puerto. A seguida, me relató toda su genealogía desde un oscuro Pedro Niño Ximénez, nacido en El Puerto en 1621, hasta él mismo, pasando por Pedro Niño Boneo El Brujo, nacido en El Puerto en 1819, Juan José Niño López, Manuel Sacramento Niño López, hasta su padre Pedro Niño Moreno. En fin, que, como un colegial que recita la lista de los reyes godos, me puso al tanto de toda su parentela. Es impresionante que esta gente iletrada conserve tanta memoria. Pero es que, al cabo de muchos años, me dio el punto por comprobarlo y, en el archivo parroquial de la Iglesia Mayor Prioral de El Puerto, con la ayuda del sacristán Manuel Girón, me fui encontrando las partidas de bautismo de todos ellos, una por una. Sorprendentemente.

 

«Me dijo su nombre de batalla: Pepe Torre. Y me añadió que era de Jerez y hermano de Manuel Torre. En aquel momento, yo no tuve los reflejos suficientes»

 

Calles Calatrava y Crédito, Sevilla.

 

Este gitano, con el que hablaba, era Miguel Niño Rodríguez El Bengala y me picó la curiosidad por conocer algún cante raro que supiera. Así, al cabo de un rato, hizo intento de cantarme una cosa que llamaba de Bernardo del Carpio. Yo ni sabía quién había sido el tal Bernardo, ni nada de nada. El caso es que me lo cantó, lo recogí por escrito, se lo agradecí y quedé en volver.

Iba yo, de vuelta, por la Alameda de Hércules, cuando me veo a otro. Le pregunto por la calle Crédito y me indica que está allí cerca. Era mi truco para iniciar la conversación. El tal iba con dos cañas de pescar y una bolsa y venía de la Barqueta, en el río. Como me dio la impresión de que era gitano, le dije que había conocido a Miguel Niño El Bengala y que me había cantado aquello de Bernardo del Carpio. Se lo mostré y me dijo: “Eso lo sé yo también”. Me dijo su nombre de batalla: Pepe Torre. Y me añadió que era de Jerez y hermano de Manuel Torre. En aquel momento, ni yo tuve los reflejos suficientes para saber quién era Manuel Torre, ni recordar que mi madre, de muy pequeños, para entretenernos, nos ponía en un enorme mueble gramófono placas de su hermano. La verdad es que aquello me supo a nuevo.

 

 

Me dijo que él paraba por la Europa, en Casa Muñiz, y quedé en verlo algún otro día. Y así fue. Al día siguiente, ya estaba yo preguntándole por lo que sabía de Bernardo del Carpio, me lo cantó y lo anoté.

Como había dado con el filón de El Bengala, me presenté otro día en su casa, en un partidito de sala y alcoba, en un patio de vecinos, en que me llamó la atención lo elemental de la cocina: una alacena abierta en el patio en la que había un anafre y delante una mesa. Allí, su mujer, Rodríguez, por Cagancho, nos preparó un café de pucherete que me supo a gloria. Mientras tanto, yo iba inquiriendo a Miguel sobre su gente. Estando en eso, ese mismo día, su primo José Rodríguez Lara Tragapanes hizo acto de presencia. Por Rodríguez era de la estirpe de los Caganchos; por Lara, venía de una familia gitana de Algeciras y era nieto del torero José Lara Jiménez Chicorro. Total, que metidos en faena, Tragapanes cantó una toná que decía:

 

Estando yo en er Artosano,
partiendo los míos piñones,
escuché una voz que decía.
¡Tirá pa los callejones!

 

Y El Bengala comenzó a explicarme las persecuciones que padecieron los gitanos y que eso de ¡tirá pa los callejones! era una alarma que se daba para que todos cogieran por el verdadero laberinto que eran los callejones de Triana y acabaran en el Aljarafe, burlando a sus perseguidores.

De sus parientes Juan José y Manuel Sacramento Niño Lopez, me contaba que eran herreros y cantaban los corríos, de Bernardo, de Oliveros y Montesinos, de Roncesvalles, de Zaide y de no sé qué cosas más. Que su bisabuelo El Brujo se vino de El Puerto, porque cometió un crimen. Mató, de una cuchillada, a un tal Joaquinillo el Farolero, porque quiso perder a una hija suya y que, como un león herido, siempre cantaba en la soledad de su cuarto:

 

Por tristes cuarenta reales
y unos zapatitos moraos
Joaquinillo El Farolero
tu jardín ha marchitao.

Esa era la toná de El Brujo. Ellos, me decía, se vinieron de El Puerto huyendo y tuvieron fragua, primero, en la calle Artemisa en la Puerta Osario, vivieron en la calle Conde Negro y después se instalaron definitivamente en Triana, donde pusieron fragua en el Monte Pirolo y en la Huerta del Carmen. Y así cantaba la toná de su padre a su abuelo Manuel Sacramento:

 

¿Qué brilla en aquellos montes
por cima de aquellos cerros?
Es la fragua e Sacramento
que está machacando jierro.

 

Miguel Niño El Bengala, de torero.

 

Con El Bengala proseguí mi amistad, cariñosamente correspondida, hasta 1974, en que murió. Sus oficios fueron el de machacador y follador en la fragua familiar; novillero y después banderillero en la cuadrilla de su primo Joaquín Rodríguez Ortega Cagancho; modelo de pintura en la Escuela de Arte de Santa Isabel de Hungría; vendedor de aceitunas en el mercado de Omnium Sanctorum; camarero en el tablao El Arenal de su sobrino Curro Vélez; cantaor en ventas y colmados y, a veces, corredor de cuadropeas, o de lo que se encartara.

Bendecía que su hija Amparo, una guapa y genial bailaora, se hubiera casado con el excelente guitarrista Pepe Habichuela, pero abominaba de su hijo Joaquín se hubiera dedicado al boxeo y llegara, cada vez que había combate, con la cara echada abajo y para no servir unos pocos de días.

 

Miguel Niño El Bengala. Dibujo de Luis Suárez Ávila, 1960.

 

Cuando estuve repitiendo preuniversitario en Sevilla, que sería sobre 1961, seguí frecuentando la amistad de El Bengala. Fue entonces, cuando, un día, en el mercadillo del Jueves de la calle Feria, vi, de pronto, en un puesto, en un lienzo y pintado al óleo, el verdadero retrato, la vera effigies, de El Bengala, en pelotas vivas. Seguramente algún estudiante de la Escuela de Arte lo había dejado allí para venderlo. Le di la voz de alarma. Su hija Amparo acudió al jueves siguiente para comprarlo, pero ya lo habían vendido.

 

«Pasamos por la Venta de Vega y allí se formó, cuando los dos, El Bengala y Alonso, comenzaron, instigados por mí, a cantar sus corridos. Siempre recordaré ese mano a mano»

 

A Pepe Torre acaso lo vi tres o cuatro veces más, siempre en Casa Muñiz y, una vez, en el Café Maravillas, de la Alameda, donde estaba con un estudiante francés llamado Bernard Leblón, a quien, hasta 1987, no volví a ver otra vez, y fue en Jerez, cuando Bernard era ya catedrático de la Universidad de Perpignán y había publicado su tesis, fraccionada en distintos libros, sobre los gitanos.

También de esas fechas, sobre 1962, tuve mi último encuentro con Pepe Torre, al que le recogí un romance del Conde Sol. Otro del mismo tema pude recogérselo a El Bengala, que ya me había cantado, y yo recogido, otros más. Los dos textos de El conde Sol, La condesita o La boda estorbada, se los trasladé a Antonio Mairena, que los utilizó para La gran historia del cante gitano-andaluz en 1966.

Durante los años 1966 al 1969, en que estudié tercero, cuarto y quinto de Derecho en Sevilla, mis encuentros con El Bengala fueron frecuentísimos. En 1973 tuve que ir muchos días a Sevilla y, a la vuelta, siempre paraba en la Venta de Vega, frente a los cuarteles, al lado de la Venta Marcelino. El Bengala, con el guitarrista Antonio de Sanlúcar, frecuentaba la Venta de Vega, buscando alguna reunión o alguna fiesta. Allí echábamos un rato de conversación, nos comíamos una tortilla de sesos riquísima y yo proseguía mi viaje a El Puerto. En una de esas ocasiones, Alonso el del Cepillo me pidió que lo llevara a Sevilla para ver a su hija Tomasa, casada con Julio Rodríguez, magnífico guitarrista, que vivía en Sevilla, en calle Alhóndiga. El caso es que cuando lo recogí de vuelta, pasamos por la Venta de Vega y allí se formó, cuando los dos, El Bengala y Alonso, comenzaron, instigados por mí, a cantar sus corridos. Siempre recordaré ese mano a mano y lo que aprendí.

Ese mismo año, 1973, lo contraté e hice intervenir en la III Fiesta del Cante de los Puertos a El Bengala. Allí, acompañado por la guitarra de Isidro Sanlúcar, cantó, entre otras cosas, la toná y la siguiriya de El Brujo, cantes que, hasta ese momento, estaban totalmente inéditos. Antonio Mairena, que también intervenía, exigía siempre ser el último, el que cerrara, y, en el cartel, ir con letra de mayor cuerpo que los demás. Pues bien, Antonio cerró y quiso mimetizar la siguiriya de El Brujo, que acababa de oír a El Bengala, hasta con la misma letra y, se fue por los derroteros de la siguiriya de El Tuerto de la Peña, que es de la misma familia melódica. Y yo, respetuosamente, se lo afeé.

 

«La desaparición de la famosa libretita de Pepe Torre fue para mí como el incendio de la biblioteca de Alejandría, e incluso más. No puede nadie figurarse lo que en la libretita había escrito»

 

El año 1974, El Bengala estaba anunciado para la IV Fiesta del Cante de los Puertos. Días antes, recibí un telegrama de su hijo en que me decía que estaba enfermo y no podría asistir. A los pocos días, Joaquín Niño, su hijo, me llamó para decirme que había muerto. Y yo lo sentí muchísimo. Porque, para mí, que lo apreciaba tanto, es que era inmortal.

 

Tragapanes.

 

Sería por los primeros años 80 cuando conocí a Tomasa, la hija de Pepe Torre. Estaba casada con Pies de Plomo y vivía en un piso en San Jerónimo. Allí me dirigí para preguntarle por una libretita de pasta de hule negro que su padre tenía y donde, con una singular caligrafía, anotaba todas las letras de cante de las que se acordaba. La llamé por teléfono. Tomasa, muy simpática, me invitó a comer. Tenía preparado un potaje de chícharos, como llaman en Sevilla a las habichuelas o judías, con todos sus avíos, y unas sardinas asadas magníficas. Siempre tendré presente aquel día, en que un hijo suyo, para que yo tuviera un recuerdo de aquel encuentro, me regaló una cinta de casete doméstica con cantes de Pies de Plomo. El caso es que cuando le pregunté por la libretita, me dijo Tomasa que su padre, en el lecho de muerte, le mandó quemarla y que así lo hizo. Lo mismo que mandó Virgilio con su Eneida, pero sus descendientes no le hicieron, venturosamente, caso. La desaparición de la famosa libretita de Pepe Torre fue, para mí, como el incendio de la biblioteca de Alejandría, e incluso más. No puede nadie figurarse lo que en la libretita había escrito.

Eso me trae a la memoria otro caso desdichado que me sucedió. Resultó que en Chipiona, cerca del faro, vivía un gitano, pariente de El Negro, del que se decía que tenía colgada en su casa una fotografía de Tomás El Nitri, de pie, distinta de la que Fernando el de Triana había publicado: el Nitri sentado con la llave de oro del cante en una mano. Con esa noticia, me planté, con José El Negro, en la casa de su pariente y comprobé que era verdad: que la fotografía era de El Nitri y que estaba de pie. Le pedí permiso para poder hacer una copia al buen anciano y me lo negó tajantemente. Pero también me lo negaba, las varias veces que fui a tratar de convencerlo. Pasaron los años y me entero que el gitano había muerto. Aproveché la circunstancia para ir a Chipiona y, de paso, dar el pésame a la familia y tratar de conseguir hacer la copia. Pero mi gozo cayó en el pozo. El anciano gitano había dejado encargado que la fotografía, cuando muriera, se la metieran en la caja. Casos iguales o parecidos han sucedido con alguna frecuencia y se han perdido para siempre documentos interesantísimos. Como lo ocurrido con el daguerrotipo que tenía la imagen de Tío Antonio Cagancho, que, como relata Fernando el de Triana, su hija, que lo vio sucio y cagado de moscas, lo limpió con un estropajo, con tanto esmero, que desapareció para siempre la imagen del cantaor. Y, por lo mismo, yo le temo muchísimo a las mudanzas, a los encalados, a las limpiezas y a las muertes. En esas circunstancias se han perdido muchísimas fotografías, papeles y documentos irreemplazables.

Pero a lo que íbamos. A Tragapanes lo frecuenté, en Sevilla, por los años 70, en el Bar de El Beni de Cádiz, en el callejón aquel al lado del Postigo del Aceite, donde a veces iba. Incluso un Sábado Santo coincidí allí con Tragapanes, con el propio Beni, con Amós, su hermano, con Rancapino y Orillo y con Pansequito. Y se lio. Tanto se lio que cuando a media tarde apareció Paco Gandía, se sumó a la reunión y comenzó a cantar por soleá la mar de arregladito, cosa que me sorprendió, y a contar “casos verídicos”, se alargó la agradabilísima tertulia hasta bien entrada la noche. Aquello fue increíble.

 

 

De últimas, a Tomasa, a Pies de Plomo y a Tragapanes los escuché, en varias ocasiones más, en aquel espectáculo benéfico de Los últimos de la fiesta. Tomasa cantaba, con muy buen metal, rajo y gusto las siguiriyas de su Casa. Vamos, que se veía a las claras de dónde procedían. Pies de Plomo solía hacer una excelente gama de soleares, correctísimas, pero muy agachonadas. Tragapanes las emprendía por siguiriyas y tonás, muy peleadas y muy gitanas, dando cuenta y razón de su estirpe.

 

«Yo me encargaba de dar mi conocida conferencia, porque siempre era la misma, sobre el Romancero de los gitanos bajoandaluces, ilustrada con el cante de José El Negro y Alonso el del Cepillo»

 

Vuelvo hacia atrás. En 1962, con ocasión del día de la Merced, don Anastasio Pérez de Andrés, Capellán de Prisiones, que lo era del famoso Penal de El Puerto, me comprometió para que diera una conferencia sobre flamenco a los presos. Era la primera vez que yo hablaba en público, pero a un público muy disciplinado que seguramente no se atrevería a disentir de lo que yo dijera. Me puse en contacto con el impresor de Puerto Real y buen cantaor, Antonio Cruz Ortega, y con mi amigo el excelente guitarrista Roberto Iglesias, que había sido discípulo de Capinetti y de Rafael del Águila. Un auténtico lujo. Ellos serían los que ilustrarían mi charla. Lo más complicado fue que, días antes, tuvimos que entrevistarnos con el director de la prisión. Éste nos indicó que no podríamos hablar, ni cantar sobre esto o sobre aquello, ni nada referente a las penas de prisión, así que tuvimos que tener mucho cuidado con no citar siquiera nada que pudiera relacionarse con la persecución de los gitanos y eliminar lo que yo tenía previsto al hablar de las tonás y martinetes. El acto quedó ciertamente bien, lleno total de público y fue disciplinadamente aplaudido por todos los presos que ocupaban la nave destinada a comedor.

En aquella época, desde 1961, mi tía Emilia Suárez, la única hermana de mi padre, se trasladó a Sevilla, a la calle Juan Ramón Jiménez, 38 y me aposentaba siempre. Enfrente vivía Domingo Manfredi Cano, periodista y escritor de un libro, Geografía del cante jondo. Allí lo conocí y más de una vez lo visité e incluso íbamos a tomar café al Bar Latino, muy próximo, y mantuve con él muchísimas conversaciones sobre flamenco hasta que, al cabo de los años, se marchó a Lisboa como corresponsal de Radio Nacional. Mi tía Emilia, conservadora de todas las tradiciones familiares, a pesar de no haber tenido estudios superiores, tenía una gran cultura y fue mi gran protectora en las estancias sevillanas.

 

Luis Suárez Ávila, en los Cursos de Verano, hablando sobre el romancero de los gitanos, con ilustraciones de José El Negro y Alonso El del Cepillo.

 

En El Puerto, desde 1962 hasta 1972, don Francisco Sánchez-Apellaniz, catedrático de Derecho Internacional de la Universidad de Sevilla y director del Patronato Universitario de Igualdad de Oportunidades, organizaba unos Cursos Sociales Universitarios de Verano. Puedo decir que allí estuvieron de alumnos todos los que después, con la Transición, fueron alguien en política, o en las ciencias o en las letras. El profesorado era de categoría. Y las ideas que se transmitían eran ciertamente avanzadas para la época. Se abordaban temas como las libertades, los derechos humanos, las constituciones de los países más avanzados, las políticas con Hispanoamérica, la reforma agraria o las relaciones laborales y las conquistas obreras. Al margen de los cursos, todas las tardes solía haber un acto especial sobre arte, sobre poesía… desde por lo menos 1964 hasta el mismo 1972. Yo me encargaba de dar mi “conocida conferencia”, porque siempre era la misma, sobre el Romancero de los gitanos bajoandaluces, ilustrada con el cante de José El Negro y Alonso el del Cepillo. De aquellos cursos data el guateque anual que dábamos en la pista de hockey de mi casa, con música de tocadiscos y la tinaja de “San Francisco” que yo preparaba con zumos de naranja, de limón y granadina. Siempre, como yo lo veía soso, le añadía cinco o seis botellas de “Triple Seco” para darle más ajo al pique. Y, en esos cursos, conocí y tengo buena amistad, que conservo, a Begoña López Bueno, luego catedrática de Literatura en la Universidad de Sevilla y una de las mejores especialistas en literatura de los Siglos de Oro.

 

Tertulia Flamenca de Radio Sevilla.

 

De 1966 es mi Antología de coplas flamencas, en multicopista, que se publicó en la Facultad de Derecho, por la Comisión para el Paso del Ecuador, que se vendía, con otros objetos, como bufandas, gorras…, para allegar fondos para el viaje a París.

De esa fecha es la primera incursión del cante en la Universidad. Fue en mi Facultad de Derecho, de Sevilla, con un acto, en el Aula Magna, en que intervino la Tertulia Flamenca de Radio Sevilla, capitaneada por Rafael Belmonte, José Núñez de Castro, Manuel Palomino Vacas, Antonio Mairena, Luis Caballero, Naranjito de Triana, entre otros y, a la guitarra, José Cala El Poeta. Años más tarde, Pepe el de la Matrona intervino en un recital en la Universidad de La Sorbona, en París. Sin embargo, antes, en 1960, en el Colegio Mayor Beato Diego de Cádiz, se organizó por Amós Rodríguez Rey el I Curso Nacional de Cante Andaluz.

Imagen superior: El Bengala, 1973

 

→ Ver aquí todas las entregas de Fe debida: memorias flamencas del investigador portuense Luis Suárez Ávila.

 

 


Luis Suárez Ávila (El Puerto de Santa María, Cádiz, 1944) es posiblemente el decano de los investigadores flamencos. Máxima autoridad mundial en el Romancero, es abogado y desde muy joven sintió la llamada del cante más puro.

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