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El repertorio romancístico de Antonio Mairena, sin prejuicios ni misterios

Duodécima entrega de FE DEBIDA: memorias flamencas del investigador portuense Luis Suárez Ávila. «De su repertorio grabado de romances, de la procedencia de cada uno, de cómo conoció Antonio Mairena los textos y las músicas que nos legó, quisiera tratar con algún detenimiento».


Lo mejor de Antonio Mairena lo fue dejando en el aire, en las fiestas privadas, en los festivales, en recitales en peñas y tertulias, aunque alguno de ellos esté conservado en grabaciones domésticas dispersas. Su repertorio fue extensísimo. Yo diría que inabarcable. Sin embargo, en sus discos, con ser notabilísimos, solamente ha ido presentado el muestrario de sus saberes y una particular antología de sus “recuperaciones”. Sus discos son la enciclopedia de su magisterio, pero quienes lo conocimos tenemos que decir que necesariamente incompleta. Antonio supo y cantó mucho más de lo que dejó grabado. Todo eso lo fue amasando, durante su vida, poco a poco, porque siempre fue un inquieto y atento escuchador de los mayores; de “los últimos de Filipinas”, como decíamos. Y terminó atesorándolo todo y legándolo a la posteridad.

 

Sin embargo, los advenedizos ideólogos del mairenismo no siempre acertaron. La supuesta teoría de la razón incorpórea y otros añadidos cuasiesotéricos no hacen, en el fondo, ningún bien a la obra de Antonio, aunque éste se dejó llevar por esas aguas y alimentó las sugerencias de sus “teóricos”. De ser un excelente y modélico cantaor se fue convirtiendo, por obra y gracia de los ideólogos y adláteres, en una especie de mesías rodeado de misterio, en torno al cual todo debía sonar a arcano, oculto y providencial.

 

Pero quienes hemos estado al lado del maestro, quienes hemos sido sus devotos amigos, tenemos el deber de analizar su obra, fuera de toda clase de prejuicios y deslindando los orígenes y su traducción en las perfomances discográficas.

 

 

«De ser un excelente y modélico cantaor, Antonio Mairena se fue convirtiendo, por obra y gracia de los ideólogos y adláteres, en una especie de mesías rodeado de misterio, en torno al cual todo debía sonar a arcano, oculto y providencial»

 

 

Entiendo que Antonio Mairena intervino, con unas grandes dosis de conocimientos de los cánones antiguos, en la evolución y la revolución del cante, pero algún complejo le impidió decirlo abiertamente y revistió su obra propia con ropajes historicistas y misteriosos. Que unas veces acertara y otras no es lo de menos. Aunque, justo es decirlo, la balanza se inclina, decidida y resueltamente, con los aciertos y los logros.

 

 

 

 

De su repertorio grabado de romances, de la procedencia de cada uno, de cómo conoció Antonio Mairena los textos y las músicas que nos legó quisiera tratar con algún detenimiento. Cuanto hasta ahora se ha escrito sobre este tema –los romances–, referido al impresionante cantaor que fue Antonio Mairena, adolece de falta de información precisa y, muchas veces, ha sido tratado desde el apasionamiento –positivo y negativo– o desde perspectivas falsamente arqueológicas y regeneradoras. El propio Mairena en sus Confesiones miente venialmente y apunta datos que hoy conviene que queden perfectamente claros. No es este el momento para agotar el tema, pero sí para explicar cómo la incansable inquietud por saber y el espíritu vehementemente reconstructor de Antonio Mairena, su conocimiento exhaustivo de las escuelas cantaoras, su capacidad retentiva, lo llevan a legarnos una obra pulida y acabada, llena de aciertos y de desaciertos –todo hay que decirlo–, pero toda ella adobada de muy buenos ingredientes, traída de noble cuna y tejida con excelentes mimbres. No puede olvidarse, sin embargo, su patológica devoción por Triana, que excede los límites tolerables de la sana crítica y de la historia.

 

Puedo decir, sin temor a equivocarme, que Antonio Mairena es el cantaor, en toda la historia, con más intuición y más cultura de los esquemas flamencos. Siempre se procuró la compañía y las enseñanzas de la gente mayor, cargada de saberes, y siempre estuvo receptivo a cualquier conocimiento. Fue, también, un creador de modos y formas, a las cuales quiso dotar de cierta perspectiva histórica, en detrimento de la verdad. Tan a la mano nos puso el cante en toda su plenitud, que nos lo presentó como una cosa normal. Y detrás de todo ello, hubo una ingente labor, un sacrificio impagable, por mostrarnos el cante tal cual. Que lo consiguiera o no, ya es otra cosa.

 

 

«En toda la historia, Antonio Mairena es el cantaor con más intuición y más cultura de los esquemas flamencos. Siempre se procuró la compañía y las enseñanzas de la gente mayor, cargada de saberes, y siempre estuvo receptivo a cualquier conocimiento»

 

 

Yo diría que hay en su obra dos etapas ciertamente distintas: la que va desde los años 40 hasta la muerte de Ricardo Molina, el 23 de enero de 1968, y otra posterior, hasta su propia muerte.

 

Sus relaciones y amistades son también distintas. Su actitud ante la vida, distinta. Su manifestación pública, distinta. Su obra, radicalmente distinta. Ciertamente la primera etapa es verdaderamente inquisidora, buscadora y reconstructora, y la segunda manifiestamente “creadora”. Los criterios que informan cada una de esas dos etapas son diversos, y sus intereses también.

 

Cuando yo vi a Antonio Mairena, en 1973, en la Feria del Libro, en plena Plaza Nueva sevillana, firmando ejemplares de la segunda edición de Mundo y formas del cante flamenco, en el stand de la Librería Al-Andalus, presentí que algo había cambiado.

 

En realidad, la vida le cambió cuando en 1962 recibió la Llave de Oro del Cante, con todo merecimiento. Pero a partir de 1968 le faltó el mejor rodrigón, el sólido apoyo intelectual, de Ricardo Molina, su fraternal amigo. Vinieron, luego, una cantidad de aduladores, que tocaron la fibra sensible que todo ser humano tiene: la vanidad.

 

 

«Su trayectoria como cantaor, como recuperador de la dignidad del cante, como regenerador del cante, está fuera de toda duda. Su propio ser y estar eran ya gloriosos. Acaso quiso, incomprensiblemente, redimirse a sí mismo, cuando ya había redimido al cante y a los cantaores. No lo sé»

 

 

Es cierto que cuando Antonio adquirió, con muchísimo esfuerzo y una laboriosidad admirable, el “status” y la “auctóritas”, perdió el norte y, en ocasiones, cometió verdaderos excesos verbales y quiso dotarse de un horizonte vital y una genealogía flamenca que, si bien era contrastable y cierta en cuanto a las personas, no lo era tanto en cuanto a los hechos, milagros, hazañas y empresas atribuidas.

 

Quienes fuimos sus fervorosos y antiguos amigos y le oímos contar sus historias apenas si le reconocemos en sus Confesiones (1976). Antonio, por las razones que fueran, quiso presentar una imagen pública que en modo alguno correspondía con la realidad. Y su realidad, sin embargo, era grande de por sí. Su trayectoria como cantaor, como recuperador de la dignidad del cante, como regenerador del cante, está fuera de toda duda. Su propio ser y estar eran ya gloriosos. Acaso quiso, incomprensiblemente, redimirse a sí mismo, cuando ya había redimido al cante y a los cantaores. No lo sé.

 

Valgan todas estas digresiones porque en el particular repertorio romancístico de Antonio Mairena hay muy buenas muestras de cada una de sus etapas y deben diseccionarse y separarse muy cuidadosamente cada uno de los romances que nos dejó grabados.

 

Imagen superior: retrato de Juan Valdés

 

 

→ Ver aquí todas las entregas de Fe debida: memorias flamencas del investigador portuense Luis Suárez Ávila.

 

 

Antonio Mairena y sus sombras. Revista Candil 2003.

 

 

 


Luis Suárez Ávila (El Puerto de Santa María, Cádiz, 1944) es posiblemente el decano de los investigadores flamencos. Máxima autoridad mundial en el Romancero, es abogado y desde muy joven sintió la llamada del cante más puro.

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