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La Leyenda (del paso) del Tiempo

Es ahora que mi padre ya no está cuando he comprendido que las raíces son tan importantes como esa insistencia juvenil por huir de ellas. Que sin haberlas absorbido previamente es absurdo y baldío jugar a transgredirlas.


“With-in a week we killed my parents and hit the road (una semana más tarde matamos a mis padres y salimos a la carretera)”.  La frase está en la portada del álbum Goo de Sonic Youth, obra del artista Raymond Pettibon, y resume a la perfección la idea de que, para romper fronteras y trascender, cada generación debe enfrentarse a la anterior. Desde el respeto o la insolencia; no importa. El hecho es que siempre es necesario cuestionar lo existente para no estancarse y avanzar.

 

Mi padre siempre fue un gran aficionado al flamenco. En mi casa crecimos con los cantes de Juan Talega, de los Agujetas, del Chocolate, de Vallejo, de la Fernanda y la Bernarda… y de Camarón. No es que fuera especialmente camaronero, siempre lo recalcaba, pero no hay aficionado que no le respete y comprenda la relevancia que ha tenido en el cante de los últimos cincuenta o sesenta años. Aun así, había cosas que no comprendía, contra las que se rebelaba. Cuando la salud comenzó a hacer mella en el cantaor de San Fernando, empezó a ser habitual su ausencia a última hora en festivales en los que siempre era la figura principal, el que determinaba su éxito o fracaso de público. Y de alguno de ellos le tocó volverse tras la cancelación de la velada por su caída del cartel. Recuerdo su indignación con la organización al volver decepcionado después de quedarse sin plan porque no se hubiese mantenido el recital con el resto de artistas, como si el flamenco comenzara y acabara únicamente en su figura. 

 

 

Algunos discos de flamenco de mi padre, queso y vino.

 

 

No comprendía tampoco a Enrique Morente, ni su visión global de la música, apátrida y mestiza. No aceptaba sus transgresiones, ya fueran con Lagartija Nick en Omega o con los mencionados Sonic Youth, con los que actuó en directo en más de una ocasión. No aceptaría nunca que ese disco de la portada de Pettibon pudiera relacionarse con el cante del granadino, tal vez como inconsciente defensa ante la visión del mismo, como Julio César tratando de evitar lo que el destino le aguardaba poco antes de verse asesinado por su propio hijo. Ni, por supuesto, se reprodujo nunca en su equipo de música La Leyenda del Tiempo mientras estuvo en el salón de su casa. Dos universos, el suyo y el mío, el del padre conservador y su alumno parricida, que colisionaban tan bruscamente que no dejaba opción a recuperar víctimas. 

 

 

«Como aficionado tardío, daría lo que fuera por haber podido aprovechar todo aquello que en su día rechacé para permitirme ir avanzando algo más firme por un camino largo y pedregoso, pero infinitamente hermoso»

 

 

Por esto la existencia de este álbum me llegó, años después, desde otras fuentes ajenas al universo flamenco, que se acercaban a esta obra maestra desde un prisma muy diferente al que hubiera sido de haberlo podido escuchar junto a él. Me habría encantado haber podido sentir la experiencia de disfrutar de sus canciones teniéndole al lado. Saber qué opinaría del sitar que sobrevuela la Nana del caballo grande, ese final chamánico que une, gracias a la presencia de Gualberto, el mundo de las ragas indias con el de uno de sus posibles descendientes, madurado a miles de kilómetros. O verle torcer el gesto al compás de las guitarras de Raimundo y Pepe Roca y la batería del Tacita en La Tarara o de las composiciones de Kiko (uno de mis ídolos en uno de sus mayores momentos de inspiración) y de todo aquello que salió de la mente de su productor, Ricardo Pachón, probablemente el más consciente de lo que se estaba fraguando mientras lo grababan entre Sevilla y Madrid, entre palmas y riffs. 

 

 

Algunos de mis discos de flamenco, refresco y frutos secos.

 

 

Y no es casualidad que yo lo descubriera tan tarde. Con él en vida nunca me interesó el flamenco más allá de alguna anécdota, siempre que trataba de inculcarme su pasión yo lo rechazaba y no rebusqué lo suficiente como para encontrar nexos entre su mundo y el mío, que yo creía antagónicos pero no lo eran en absoluto. Como el protagonista de la portada del disco de Sonic Youth, simplemente no podía aceptar sus enseñanzas y no me acerqué más que de puntillas a su colección de vinilos y cintas de cassette, muchas de ellas compradas en el mercadillo de la Alameda, en esos domingos de rebuscar entre los puestos de los que tanto disfrutaba. Mañanas que finalizaban siempre en el mismo punto, donde ya le conocían, aconsejaban e ilustraban, mientras aprovechaban para debatir sobre lo humano y lo divino, y en las que acababa volviéndose a casa con sus cintas TDK caseras, con las carátulas fotocopiadas, de actuaciones en directo o incluso de fiestas privadas, donde encontraba la esencia mucho más genuinamente que en los discos oficiales que se registraban en la frialdad de un estudio de grabación, tan artificiales y alejados del duende y la inspiración.

 

 

«Yo soy consciente de que tampoco me acercaré a comprender, conocer ni disfrutar el flamenco como él lo hacía. Pero he aprendido a valorar más los momentos que te va regalando el viaje, que trazarme ningún objetivo imposible de lograr»

 

 

Es ahora que mi padre ya no está cuando he comprendido que las raíces son tan importantes como esa insistencia juvenil por huir de ellas. Que sin haberlas absorbido previamente es absurdo y baldío jugar a transgredirlas. Y es entonces cuando, como aficionado tardío, daría lo que fuera por haber podido aprovechar todo aquello que en su día rechacé para permitirme ir avanzando algo más firme por un camino largo y pedregoso, pero infinitamente hermoso. Aprovechar de alguna forma su conocimiento para no sentirme como Yukiko, la protagonista de la película de Isaki Lacuesta, que viajaba desde Japón hasta San Fernando con la ilusa esperanza de aprender, así, por el mero hecho de pasar unos meses en la ciudad y acudir a una de las academias para turistas que allí te encuentras, a cantar como Camarón. Porque, igual que ella nunca conseguirá su objetivo, yo soy consciente de que tampoco me acercaré a comprender, conocer ni disfrutar el flamenco como él lo hacía. Aunque, tal vez (al contrario de lo que le ocurría a la protagonista del filme La Leyenda del Tiempo) y justo por esa falta de inocencia que me da el haber mamado este mundo desde niño, aunque fuera exclusivamente como oyente pasivo, he aprendido a valorar más los momentos que te va regalando el viaje, que trazarme ningún objetivo imposible de lograr y, por tanto, frustrante por definición.

 

Y, creo que de forma más o menos consciente e ilusoria, incluso me engaño pensando que igual que yo he terminado disfrutando de todos esos discos que me he terminado trayendo a casa y que hoy escucho en mi salón y en el mismo tocadiscos que antes fue suyo, él también aprendería a valorar la experimentación y heterodoxia de quienes han sabido romper barreras desde el respeto y el talento. Maestros que han conseguido atraer, como por ejemplo a mí mismo, a un nuevo público sin por ello erosionar el reconocimiento de los suyos. Y ensanchando así no solo el radio de acción, sino me atrevería a decir que incluso también los límites y fronteras del flamenco.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Manolo Domínguez

 

 

 


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