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Alejo Carpentier, ¿crítico flamenco?

El gran escritor cubano, precursor del realismo mágico, fue un erudito atraído por todas las formas de cultura, especialmente la música y la danza. El flamenco, que no faltaba en los escenarios del otro lado del Atlántico, formó parte de sus curiosidades.


Para quienes no lo conozcan, Alejo Carpentier fue un escritor cubano (y francés, como delata su apellido) que pasó a la historia como fundador de lo real maravilloso, precursor del llamado realismo mágico que tendría en Gabriel García Márquez su máximo exponente. Es, además, autor de obras maestras como El reino de este mundo, El siglo de las luces o Los pasos perdidos. Pero sobre todo fue un erudito que mostró interés por todas las formas de cultura, especialmente la música y la danza, curiosidades que reflejó en numerosísimos artículos de prensa y en su poderosa obra narrativa. En estos textos asoma, como reflejo de la realidad de los escenarios de la época al otro lado del océano Atlántico, el flamenco.

 

Con una abuela pianista, una madre que tocaba el piano y un padre violonchelista, el escritor se formó como musicólogo entre París y La Habana, donde colaboraría con numerosos compositores y desarrollaría una gran labor radiofónica. Pero aquí nos interesa su faceta de espectador, y en concreto de las propuestas jondas que llegaron a aquella orilla, ya fuera en Francia, en Cuba o en Venezuela, donde también residió.

 

Desde el primero de los países citados, Carpentier escribe el 16 de julio para la revista Carteles sobre el espectáculo París-Madrid de Raquel Meller, donde no le pasa desapercibida la presencia del elenco gitano en el que militaba una jovencísima Carmen Amaya: “Confieso haber sentido rara emoción ante las danzas de una de esas mujeres ardientes y renegridas. Las danzas primitivas, cercanas de la tierra, ejercen sobre mí una atracción singular. Y en los taconeos asimétricos, y las contracciones casi eléctricas de esa gitana anónima, hallé la poesía áspera, la euforia rítmica que me hacen adorar, sobre todas las formas musicales populares que existen actualmente, la maravillosa arquitectura sonora de los aires afrocubanos… ¡Danza de nervios en vibración, danza de cuerpo tenso como cuerda de arco! ¡Equilibrio admirable, roto cada vez para ser cada vez hallado: estancias en el baile, como estancias de poema! ¡Baile doloroso y bárbaro, insinuante y feroz, sensual y litúrgico: proyección, saeta, espasmo…!”. 

 

El 13 de mayo de 1953, Carpentier destaca el soplo de aire fresco que reconoce en el ballet de Pilar López, por más que algunos la acusen de contraer demasiadas deudas con los ballets rusos. “Personalmente”, escribe el autor, “no hallo censurable que una compañía de ballet español, perfectamente dueña de sus medios en el baile de carácter popular –como queda demostrado en la segunda parte del programa– se haga heredera, por derecho propio, de un tipo de coreografía cuya tradición estética se remonta al Sombrero de tres picos, tal como lo concibiera Massine cuando fue estrenada en los Ballets Rusos de Diaghilev, con las famosas decoraciones de Picasso”.

 

El crítico deja plasmado el repertorio de esa segunda parte, “con el cante y el baile por caña, el cante por caracoles y un zapateado de Roberto Ximénez que levanta clamores de entusiasmo entre los entendidos”, y elogia la discreción de Pilar López, que comparte su protagonismo con el cuerpo de baile y da a la música la importancia que merece. Todo lo cual hace de la propuesta de la creadora “uno de los espectáculos más atrayentes y homogéneos que hayamos podido aplaudir en Caracas en estos últimos años”.

 

Tiempo después, ante la noticia de la muerte de Tórtola Valencia, Carpentier evocará un encuentro con la bailaora en La Habana. “Confieso que parecía una aparición fantasmal –una Hécata surgida de las sombras– con su rostro mortecino, de ojeras profundamente acusadas por un maquillaje verde. Llevaba un raro sombrero, semejante a la toca de las azafatas de La Bella Durmiente, rematado por un penacho negro. La cubría una suerte de manto violado, parecido al hábito con que cumplen las promesas en Cuba las devotas del Nazareno”.

 

 

«En un formidable cuadro que corona su espectáculo, la danzarina nos presenta, después de visiones estilizadas, la versión cruda, instintiva, directa, del típico baile español (…) Suenan farrucas, valencianas, jotas y fandanguillos. Desfilan lagarteranas vestidas como muñecas rusas, mantones, peinetas, chales y flores… El público se agita en las butacas» (Alejo Carpentier)

 

 

“Había en su persona”, prosigue Carpentier, “algo abismal, inquietante, de alma en pena, de aparición un tanto sobrenatural… Y sin embargo, esa mujer que tan lúgubremente se vestía y aderezaba en los últimos años de su carrera, había encarnado durante mucho tiempo –y con una vitalidad genial, me dicen quienes la admiraron en la escena– el alma de la danza española”.

 

Recuerda el cubano los nuevos tiempos que habían traído los Albéniz, Granados y Falla, saliendo “del ruedo zarzuelero y tonadillesco, para situar los valores de la música española en un plano superior. “Tórtola Valencia, que había respirado los aires de Alemania, trabajando durante dos años en Munich, asistiendo a los recitales de Isadora Duncan, conociendo los Ballets Rusos de Serge de Diaghilev, sabía que los problemas de una danza española moderna, destinada a la escena, no se resolvían ya con un cabal tañer de castañuelas, o la perfecta ejecución de los pasos de un garrotín”.

 

Valencia, cuenta Carpentier que le habían contado, ejecutó una Danza del fuego “absolutamente impresionante, por la pasión, el frenesí, el felino furor con que sabía traducir, con el cuerpo entero, las fases del rito mágico –encantación y ensalmo– imaginado por el gran compositor” que fue Manuel de Falla.                

En la obra narrativa de Carpentier, hay que esperar a la novela La consagración de la primavera para que el flamenco asome. Lo hace de la mano de Antonia Mercé, La Argentina, quien aparece ante el protagonista como una estrella que derriba todos sus prejuicios sobre la danza española.

 

“Perfectas en su ejecución, hábiles en la idea, variadas en la inventiva, las primeras danzas que aplaudo —y las aplaudo sinceramente— me muestran un inteligentísimo trabajo de compactación del folklore con lo clásico. Antonia Mercé, evidentemente, es danzarina de fibra y raza”, escribe, para añadir más adelante: “Y, moviendo apenas las caderas, Antonia Mercé, como ignorante del público, metida en lo suyo, distraída, da una vuelta completa al escenario, sin prisa, y, faltándole poco para cerrar su paseo circular, regresa hacia su punto de partida, pareciendo emperezada por el mucho esfuerzo de no bailar. Y, en el momento de salir del escenario sin haber hecho nada en él, mira a los espectadores con un levísimo asomo de malicia, jugando un poco con su pañuelo rojo. Esboza un mohín de reto, sonríe con inefable coquetería, y, echando el pañuelo para atrás con gesto casi imperceptible, descubre sus hombros morenos, y desaparece entre bastidores sobre el último acorde de la orquesta. Nada más. Pero algún sortilegio ha operado sobre un público desatado en aclamaciones. Y esta vez aclamo yo también, sin razonar, porque necesito hacerlo; y aplaude mi vecino de butaca, olvidando sus notas, y aplauden todos, hasta que ‘La Argentina’ se cansa de venir a saludar, sacando solamente la cabeza de entre telones. —“¡Genial!” — exclamo aún, agarrando, sin darme cuenta de ello, la mano del espectador de los apuntes. —“¡Genial!” —dice él, apretándome la mano a su vez. Y es que el Espíritu de la Danza acaba de hacerse carne y de habitar entre nosotros —aunque esto nada tenga que ver con lo aprendido por mí hasta ahora”.

 

La experiencia plasmada por Carpentier era real. Él había podido conocer a La Argentina en el parisino Théatre Femina, en el corazón de los Campos Elíseos, y comprobar cómo la artista levantaba pasiones entre el público francés en su primera visita brindando “auténticas y castizas versiones de danzas allende de los Pirineos”, según reflejó en una crónica del 10 de agosto de 1928.

 

El repertorio ofrecido es la Sonatina de Ernesto Halfter, El contrabandista de Rivas Cheriff con música de Esplá y El fandango del candil con partitura de Carlos Durán. “En un formidable cuadro que corona su espectáculo, la danzarina nos presenta, después de visiones estilizadas, la versión cruda, instintiva, directa, del típico baile español (…) Suenan farrucas, valencianas, jotas y fandanguillos. Desfilan lagarteranas vestidas como muñecas rusas, mantones, peinetas, chales y flores… El público se agita en las butacas. Los gritos cunden antes de que los bailes terminen. Los espectadores claman por el bis, sin haber visto aún los últimos pasos de una danza…”.

 

Según pudo oír Carpentier de labios de La Argentina, lo único que le molestaba a Antonia de su devoto público francés era que acentuaran los “olés” en la o. “Pienso siempre, al oírlos, en las exclamaciones que se escuchan en el segundo acto de Carmen…”.

 

Imagen superior: Fundación Alejo Carpentier

 


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

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