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Fernando Quiñones, poeta jondo

Este otoño se cumplen 25 años del fallecimiento de un escritor cuya afición flamenca le llevó no solo a escribir libros de divulgación fundamentales, sino también a dejar que el cante, el toque y el baile se filtraran por toda su faena literaria.


Si el flamenco es, como parece, un arte en guerra permanente, uno de sus frentes debe ser la lucha contra el olvido. Y cuanto más acelerados y líquidos se ponen los tiempos, más encarnizada parece esa batalla. Aficionados y periodistas llamamos continuamente la atención, apoyándonos en socorridas efemérides, sobre el riesgo de que el alzheimer colectivo se trague la memoria de un artista o un evento digno de ser preservado. No puede ser de otro modo. Hoy le toca a un escritor jondo como pocos, Fernando Quiñones, chiclanero y gadita, de cuya muerte se cumplen este otoño 25 años sin que tengamos noticias de que vaya a ser recordado por peñas, asociaciones o instituciones flamencas. Deberían hacerlo.

 

No me detendré aquí en la pionera labor divulgadora que Quiñones desarrolló en libros fundamentales como De Cádiz y sus cantes o los posteriores El flamenco vida y muerte (1971), Toros y arte flamenco (1982), El flamenco (1985), ¿Qué es el flamenco? (1992) o Antonio Mairena. Su obra, su significado (1989). Tampoco en sus aportaciones desde la prensa y la televisión; la conversión de un personaje real, El Cojo Farina, en el inmortal Juan Faraco de la narración El Baile; o la creación de un personaje, el cantaor Miguel Pantalón, que saltó de un relato a los escenarios teatrales y fue encarnado nada menos que por Rafael Álvarez El Brujo. O en su espectáculo Andalucía en pie, que contó en su elenco con Fosforito, Chiquetete y La Susi. Ya habrá tiempo de ocuparse de todo eso. 

 

Hoy me gustaría destacar el modo en que el flamenco, como pasión verdadera, sentida y vivida, estuvo presente siempre en la obra de Quiñones, incluso cuando no tenía la menor intención de hacer proselitismo. Entre sus muchos poemas dedicados al género, encontramos algunos retratos certeros, siempre conmovedores, como el dedicado a la muerte de Carmen Amaya:

 

No sabes lo que hacer para escaparte
del fuego en que consistes, no te enteras
de que te has muerto a mano de tu mano.

 

Pero también cantaba a la leyenda, al mito. Como su elegía a Dolores La Petenera, plasmada en un rotundo soneto:

 

Paterna ardía de jilgueros
el día que murió la Petenera

 

Ante la foto de Enrique El Mellizo, otra figura a caballo entre la realidad y lo soñado, siente Quiñones desafiar el tiempo, como si la memoria de antaño se hiciera carne en el Cádiz del presente:

 

O tal vez tu voz lírica, tu trágico gorjeo minado de animales y alfileres
sea todo esto que oímos de otro modo,
que seguimos oyendo como un himno desesperado y ciego
en la tarde del barrio.

 

Y a Pastora Imperio, hija de la gaditana Rosario La Mejorana, quiere conectarla con la ciudad trimilenaria en unos versos tremendos:

 

Sevilla luego fue tu cuna. Pero
ese fulgor salobre, esa luz sumergida,
ese temblor que ni empieza ni acaba,
esa activa pereza de tus pies y tus manos y tu cuerpo bailando,
 son el enorme rostro del Atlántico en Cádiz
y el último ademán de Fenicia andaluza.

 

También tiene su voz poética palabras para exaltar a los ídolos del momento, como Antonio Mairena, aunque sea con un guiño por soleá:

 

El campo andaba florío
y en medio de tantas flores
el corazón he perdío.

 

Estremecedor resulta siempre volver sobre unos versos de Quiñones que recuerdan la visita que hicieran Caballero Bonald y él a Manolito de María en Alcalá de Guadaíra, presumiblemente para el Archivo del Cante Flamenco de Vergara:

 

Sacudía la voz a sabanazos
o la abrigaba
un instante después como a un pájaro enfermo
amasando gracia y dolor.

 

 

«Así fue también el Fernando Quiñones jondo, entre otras muchas cosas. Veinticinco años no han borrado, al menos en Cádiz, ni su palabra ni su ejemplo. Mal haría el flamenco, los flamencos, en olvidarlo» 

 

 

Pero sin duda su pieza mayor va a ser la Oda al cante reproducida en varios libros suyos, donde trata de expresar todo lo que supone para él ese grito secular hecho arte. No me resisto a reproducirlo completo, por no saber por dónde cortar:

 

Cuando el cante desata sus manadas dolientes
entreabre la guitarra sus incurables grietas
pasa un viento interior que nos descubre el mundo
 y la espantable gloria de estar vivos.

 

El cante no se entiende: se vive. Como un árbol
arraigado en las piedras y pujando hacia el cielo,
como el rumor del agua en la resaca y el
oscuro clamoreo de la vida y la muerte,

 

crece un cante en la noche y entonces todo calla,
todo vuelve al origen de la tierra,
regresamos al seno de la sangre y llegamos
a llanuras inéditas y abismos escondidos.

 

El cante se desata del pueblo igual que una
dura constelación martilleada, es
tiniebla y luz reunidas, es un río incesante,
su cama es la pobreza, se forja en las guitarras

 

y una guitarra está llena de cosas idas,
cosas con nombre y cosas que no pueden decirse:
peces, pupilas, cabelleras, musgo,
silencio y llamas, soledad y sales.

 

Yo sé que los exhaustos arroyos del verano
con un lento jinete y un vibrar de libélulas
vagan por la guitarra sedienta y encendida
cuando las temporeras arañan las ventanas.

 

Ven, siguiriya, y tráeme tu cuerpo,
tus enormes y oscuras alcobas asfixiadas,
tu campana mortal y tu apretado puño
en cuyo dentro late un ruiseñor sin ojos y sin lengua.

 

Pueblos y campanarios, abríos, mar, corrales,
dehesas en la noche, puentes, amanecidas,
caracolas dormidas en la casa, rincones
de cuchillo temblando, hablad, decidlo todo,

dilo tú todo, soleá del mundo.

 

Llevadme al mar y abridme las velas de la tarde.
Siempre es igual la pena: vestidla de alegría
para que nunca sepa que el tiempo es una mano
sin memoria y sin cuenta y sin padre ni madre.

 

Caña, serrana, polo, distancias del estío,
áspera luz abierta de los desfiladeros,
torrentes del amor, lentiscos, pedregales,
mundo sin nadie, voces del viento y de la jara,

 

venid y que yo os toque como animales vivos,
estampadme en la cara vuestro ácido perfume,
llenadme como a un cántaro de agua de sueño y fiebre,
no os mováis ya más nunca de mi tamaño de hombre.

 

Yo no sé lo que tiene un cante como un tiro
recibido en el pecho de parte de la vida,
no sé si es soportable tanta súbita luz,
si tanta y tan quemada verdad puede cantarse.

 

Manuel de Soto, mítico Silverio, Caracol,
Pastora de los largos rebaños de la pena,
Aurelio, Rafael, Fernanda, Antonio
Mairena, Juan, Joaquín, Ortegas, Vargas,

 

oh tenores terribles, carusos de la sombra,
torturadas gargantas de la playa y la mina
cuyo grito sangriento quiebra las madrugadas
como una culpa: la de haber nacido.

 

Llegado del dolor, nuestro alimento,
de la atroz alegría por la que respiramos,
también tú desembocas, Cante, también regresas
allí donde ya estabas: al último silencio.

 

Esto fue también el Fernando Quiñones jondo, entre otras muchas cosas. 25 años no han borrado, al menos en Cádiz, ni su palabra ni su ejemplo. Mal haría el flamenco, los flamencos, en olvidarlo.    

 

Imagen superior: fotografía de un cuadro con la imagen del escritor gaditano / Asociación Amigos Fernando Quiñones – web Radio Cádiz

 


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

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