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De las danzas jonda y clásica

Quiero aquí confrontar una de las danzas más enraizadas por su origen en lo espontáneo y popular, el flamenco, con la denominada danza clásica.


En el principio fue el gesto. La razón, la palabra, fue algo muy tardío en el ser humano. En el comienzo fue el gesto. Y la danza. La actual coreografía toma su nombre del griego: Koreia. Pues bien, coreografía en la antigua Grecia era la conjunción de danza, canto (poesía) y música, pero tanto la música como el canto estaban al servicio de la danza, exclusivamente. Hoy son artes independizadas, protagonistas por sí mismas.

 

En realidad la danza es la primera y la más popular (en el sentido de nacimiento en el seno del pueblo) de todas las artes tradicionales. No hay una cultura o un pueblo que no haya cantado o creado música, pero, sobre todo, que no haya danzado. Si exceptuamos las danzas cortesanas y regladas, ordenadas por maestros, surgidas en las cortes europeas a partir del Renacimiento, el resto ha tenido un origen absolutamente popular.

 

Quiero aquí confrontar una de las danzas –baile– más enraizadas por su origen en lo espontáneo y popular, el flamenco, con la denominada danza clásica. Es cierto que en su conformación a lo largo del siglo XIX el baile flamenco –yo prefiero denominarlo baile jondo– también se “estilizó” a partir de las academias decimonónicas –tan bien descritas por los viajeros extranjeros a España, especialmente Sevilla– o en los cafés cantantes, con el encuentro entre danzarinas boleras y las gitanas de Jerez u otras zonas. Eso es cierto, pero el baile flamenco también tiene su preorigen en los denominados bailes de candil y en las fiestas familiares y populares.

 

Es verdad que no siempre aquello era exactamente lo que hoy llamamos baile flamenco. En el Sacromonte granadino se bailaban unas danzas, como la de La Mosca, realizadas por gitanas de la zona que incluían una sencilla coreografía colectiva, cantando mientras bailaban en círculo. Pese a lo que opina mi admirado Curro Albaicín, que las resucitó hace unas décadas (recuerdo que las presentó en el Festival de Jerez), pese a ello, decía, aquello no era todavía baile flamenco, sino danzas folclóricas aflamencadas y agitanadas. Pero es una prueba, entre tantas, del origen popular del baile jondo, aunque luego se fuese academizando.

 

De hecho, la danza clásica española, que fue, fundamentalmente, obra de la Argentinita y Pilar López, las geniales hermanas, se conformó eminentemente partiendo de la formación clásica y coreográfica de ellas, y a la que dieron la impronta de lo español, contando incluso en sus elencos con bailaoras procedentes de los cafés cantantes, como La Macarrona.

 

 

«La danza clásica se eleva, apenas roza el suelo, en ocasiones de puntillas, mientras que el baile flamenco taconea, pisa el suelo con fuerza, la tierra. Más que ascender al cielo parece que desea enterrarse en la tierra que le da la vida. Su profundidad no es hacia arriba, sino hacia lo hondo (lo jondo) de la superficie»

 

 

Pero ahora adonde me dirijo es a esbozar muy brevemente alguna diferencia radical entre nuestro baile jondo y la danza clásica surgida en las cortes europeas, ofreciendo en esta revista un pequeño avance de lo que será un próximo libro en el que vengo trabajando desde hace años y que se titulará Filosofía de la danza.

 

Su tan radical diferente origen ya denota una diferencia abismal: uno, el flamenco, nace en las entrañas de las clases populares, y la otra en los espacios elegantes de las cortes, entre nobleza y reyes. Pero más allá de eso –o quizás por ello– vislumbramos una diferencia enorme en el sentido en que ello va a mostrar dos visiones muy alejadas entre ellas del mundo y de la vida en general.

 

Veamos. La danza clásica quiere olvidar que tenemos cuerpo, por eso se eleva, se espiritualiza, tiene la ilusión de que el cuerpo no existe, de que somos aire fulguroso sin carnalidad alguna. No es extraño si pensamos que la danza clásica nació y se desarrolló en buena medida en sociedades de cultura religiosa protestante con la idea de que todo lo que entra por la boca es pecaminoso, de ahí también que la buena cocina, la gastronomía rica y apetitosa se da en países de cultura mayormente católica –España, Italia, Francia…–, mientras que es más pobre en países centroeuropeos o nórdicos con una tradición protestante en la que la comida es una necesidad que hay que saciar con prudencia y sin gozarse en ella.

 

Digamos que en esas culturas el cuerpo es un estorbo, una carga que hay que sobrellevar en este mundo terrenal, pero no regodearse en ello. En cambio, en nuestro baile jondo el cuerpo no es algo vergonzante, sino que al contrario se reivindica, se muestra en su esplendor. La danza clásica se eleva, apenas roza el suelo, en ocasiones de puntillas, mientras que el baile flamenco taconea, pisa el suelo con fuerza, la tierra. Más que ascender al cielo parece que desea enterrarse en la tierra que le da la vida. Su profundidad no es hacia arriba, sino hacia lo hondo (lo jondo) de la superficie. Lo telúrico.

 

Hay otras diferencias fundamentales entre uno y otro modo de danza, pero por hoy lo dejamos aquí con esta confrontación radical entre dos maneras de entender el baile, el arte. Y la vida.

 

 


Doctor en Filosofía, profesor titular en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Murcia. Autor de una treintena de libros, entre ellos 'El Papa flamenco', 'El cojo de Málaga', 'Don Antonio Piñana, una voluntad flamenca', 'Chano Lobato, el duende, la gracia y los dones', 'Cafés cantantes' o 'El baile jondo, memoria de la belleza humana'. Fue director del Festival Internacional del Cante de las Minas de La Unión y actualmente dirige la Cumbre Flamenca de Murcia. Es columnista del diario La Verdad y crítico de flamenco en el diario El País.

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