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José de la Tomasa, el último mohicano

El cantaor de la Alameda, a sus 72 años, vive un año dulce tras la concesión de la Medalla de Sevilla y el Camarón de Oro, pero la dimensión de su cante sigue sin corresponderse con el interés de los programadores.

El cantaor sevillano José de la Tomasa, en la Fundación Cristina Heeren. Foto: perezventana

El pasado 30 de mayo, en el hispalense palacio de congresos Fibes, le fue concedida la Medalla de Sevilla a un cantaor. La noticia no debería ser llamativa, si no fuera por la extrema tacañería con la que las instituciones de esta ciudad, una de las cunas del arte bajoandaluz por excelencia, administran sus reconocimientos al flamenco. Esta vez los honores eran obligados, porque su receptor, José Georgio Soto, más conocido como José de la Tomasa, es uno de los grandes maestros vivos, superviviente de una era dorada y eslabón destacado de una dinastía cantaora apabullante. El Camarón de Oro, concedido en Coria hace unas semanas, viene a subrayar esta condición.

 

Por más que se haya recordado muchas veces, no me resisto a recitarlo una vez más: nieto de Pepe Torre, sobrino nieto de Manuel Torre, hijo de Pies Plomo… pero también –la saga continúa– padre de Gabriel Pies Plomo y abuelo de Manuel de la Tomasa. Un recordatorio de que la importancia que sigue teniendo la familia en la preservación de lo jondo, y una prueba de que las abstracciones poéticas recurrentes (la raíz, el empuje de la sangre) tienen su traducción efectiva como correa de transmisión de saberes ancestrales.

 

Quizá le venga de familia, también, esa naturalidad tan propia de él, esa ausencia total de engolamiento o divismo. Con su gorra marinera, con su verbo franco y cercano, José es uno de esos flamencos a los que siempre da gusto entrevistar. A cada rato, donde otros caen por el hueco de los lugares comunes, él escancia fogonazos geniales. Hace años, lamentando el estado del cante actual, en el que el conocimiento estaba siendo sustituido por el márketing y el roneo por la honrada competencia, me regaló este titular: “Hoy se canta desde el Ave, no desde un coche de caballos”.

 

Su catálogo de estilos es enorme: ha bordado por igual los tangos y los fandangos, las alegrías que los cantes de Levante, las soleás y las seguiriyas que las bulerías, las rondeñas, las serranas, las malagueñas… Maestro sobre el escenario y también en el aula, ya que durante años ha sido profesor en la escuela Cristina Heeren, donde él mismo aprendió que, a veces, es más grande y verdadera la pasión de los forasteros por el flamenco que la de los propios españoles.

 

 

«José de la Tomasa es el superviviente de una generación dorada de flamencos que marcó una época. Tenemos la suerte de tenerlo vivo y en plena forma. Hasta los políticos lo saben. ¿Serán los programadores los últimos en enterarse?»

 

 

No obstante, siendo un abanderado de la ortodoxia, José ha sido siempre un melómano abierto a los cuatro vientos. Eso le permitió telonear a Triana, la legendaria banda de rock andaluz, allá por los 70, así como cultivar una conocida inclinación por el soul, el jazz, la música clásica o el rock: en su devocionario habitan Otis Redding, Aretha Franklin, James Brown, Maria Callas, Caruso y los Beatles, entre otros muchos genios no flamencos.  

 

Amante de navegar, de echar la caña y abandonarse a sus pensamientos –“Soy más pescador de fantasías y cantes viejos que de pescados”, me confesó–, su otra pasión, si no la primera, es el Betis de sus amores. No es difícil verle con la camiseta verde puesta cualquier día de la semana, y cuando habla del equipo pareciera que los ojos se le llenan de imágenes de su niñez, cuando los chavales del barrio iban hasta la palmera pateando naranjas, solo porque los dejaran entrar a ver el partido los últimos minutos. Oyéndolo, hasta el menos futbolero entiende que esto no va de deporte, que es otra cosa, un nudo sentimental amarrado en lo más recóndito del pecho. “Veo a mi Betis y es como si oyera otra vez cantar a mi padre y a mi madre”, asevera José.  

 

Anoche mismo estuvimos escuchando al maestro en el colofón de la Fiesta de la Guitarra de Marchena. Sorprende cómo la dimensión de su cante no tiene una mayor correspondencia con el interés de los programadores, pero ya sabemos que este mundo es muy raro. Lo cierto es que José sale a escena a tocar la fibra, a arrancar el escalofrío o incluso las lágrimas con el ay de una seguiriya. Poeta silvestre, saborea las letras que él mismo ha escrito, que ha recogido en libros y que otros muchos compañeros han hecho suyas.  

 

“No es lo mismo cantar por seguiriya que bucear en ella”, me contaba en el camerino, mientras calentaba sus dedos a la guitarra Joselito de Pura. “Para eso tienes que ponerte plomo en la cintura, para llegar hasta el fondo. No puedes quedarte en la superficie. Y que me perdonen, pero no se puede cantar bien por seguiriya con 300.000 euros en el banco. No si no puedes acordarte de las fatigas de los tuyos”.       

 

No le gusta que se le diga que es el último mohicano, por las connotaciones necrófilas que el adjetivo pueda comportar, pero la verdad es que el de la Alameda es el superviviente de una generación dorada de flamencos que marcó una época. Tenemos la suerte de tenerlo vivo y en plena forma. Hasta los políticos lo saben, ¿serán los programadores los últimos en enterarse?

 


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

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