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La moda estrangula la creación

La moda que vende la Bienal de Sevilla, Nimes y ahora Málaga es arbitraria, pasajera, consumista, y no sólo no añade casi nada a nuestras cualidades intrínsecas, sino que estrangula la creación.


La Diputación Provincial de Málaga, con la gestión delegada en la sociedad de Turismo y Planificación Costa del Sol, S.L.U., ha retomado la Bienal de Málaga en su octava edición y desde el pasado día 29 de abril, la nueva directora, Nani Soriano, ha pergeñado (o le han preparado) una programación que, con la excusa de orientar el evento hacia el futuro, expresa en buena parte los valores de la era del confusionismo, esto es, el futurismo, corriente auspiciada por la capacidad de autopromoción y radicalidad de los lobbies, los mismos que, cansados de la estandarización de lo jondo, impusieron una profunda transformación en la fracasada Bienal de Sevilla o en el Festival de Nimes, ambos dirigidos por el ínclito Chema Blanco.

 

Hay quienes la ven con desconfianza, pero los futuristas, que evitan el enorme potencial que tiene la Málaga flamenca, vaticinan el augurio de un tiempo glorioso para sus intereses económicos, cuando no presagian poco menos que un verdadero salto cualitativo de la evolución, que es lo que habríamos de llamar regresión cultural, tanto por la dificultad que el poder fáctico tiene para hacer frente a los compromisos que la realidad actual plantea, cuanto por cómo el interés mercantilista atropella el provecho individual.

 

Como el progre está convencido que es una persona culta aunque solo vaya al teatro cuando le regalan la entrada, recordemos que el flamenco se desarrolla por ciclos. Casi todas las épocas históricas han obtenido un estilo artístico adecuado a su sensibilidad y, por tanto, actual, prolongando en uno u otro sentido el arte pretérito.

 

Mas si prescindimos de nombres que están en la mente de cualquier entendido, el tiempo que vivimos me parece bastante pobre de talentos y de estilos. Las propuestas de la mayoría son poco más que nada, y o bien se limitan a lo antiartístico, es decir, a reproducir y conservar el fondo íntegro del pasado, o, por el contrario, afinan la puntería de sus propósitos hacia la vaciedad de la nada.

 

Hay que dejar al respecto dos asuntos claros. Uno, que aspirar a formular altos ideales sin dominar los cánones tradicionales es, aparte de un imposible, una farsa, un signo de engañifa inadmisible, por más que la mercancía la venda un engañabobos o se envuelva en una gran orquestina o cuerpo de baile que, a la postre, sólo contribuye a identificarla con el vanguardismo nocivo. Y dos, que la obsesión por el tremendismo comercial, tanto de los grupos de presión como de las redes sociales como la mayor fábrica de falsificaciones de la historia, está problematizando la condición misma del flamenco.

 

La estrategia del todo vale y la sinrazón de elevar a cualquier advenedizo a la cumbre de la popularidad, ha permitido un mundo simulado de enormes consecuencias para la estima del arte: la nueva estética, esa que confunde más que aclara, y que apoya una fauna equívoca que cree que con sus aplausos está forjando una tendencia revolucionaria. Falso, pero no porque presente ideas, que no las tiene, sino porque centra su interés en la imagen, que es lo que hoy prima.

 

 

«La estafa es total. Hay que revertir la situación. El flamenco es una palanca para la moda, como evidencian los diseñadores españoles cuando aprovechan el legado de sus propias raíces. Exprimir la identidad cultural es, por tanto, clave para diferenciar la creación española y posicionarla con carácter diferenciador a nivel internacional»

 

 

Fijado, pues, el cliché de mis reflexiones, no toco el término purista porque los neófitos omiten que significa defender una tradición y/o rechazar lo innecesario, pero sí el dilema ortodoxia y tradición, vocablos que igualmente se utilizan de manera interesada y que, en la mayoría de los casos, al esgrimirse de forma despreciativa, siembra dudas en la afición.

 

Si entendemos la ortodoxia como una edificación de creencias asumidas de modo definitivo, como un conjunto de dogmas concluyentes, y la consideramos, como decía Chesterton, como “la única garantía posible de la libertad, de la innovación y del adelanto”, yo no estoy a favor de la ortodoxia, ya que de ser así estaría permanentemente haciendo un canto a la añoranza del pasado y daría una visión conservadora del mundo flamenco.

 

Tampoco estoy del lado de los que se autoproclaman herejes, porque la herejía, aunque pueda suponer búsqueda, es provocación, tiento ante sombras e individualismo llevado al límite de sus posibilidades más extremas. En cambio, en este punto, sí admito el término herejía cuando con ello queremos significar la capacidad para elegir, cuando las alternativas han sido declaradas cerradas por una ortodoxia, ya que ello supone ir más allá de las fronteras convencionales, buscar más luz donde otros te prohiben mirar.

 

Por el contrario, si aludimos a la ortodoxia como el conjunto de aficionados, estudiosos, artistas o analistas que viven unidos por el respeto a la tradición; que suelen estar bien informados y que por ello combaten honesta e imparcialmente todo aquello que nos infesta; que tienen el coraje de aupar sin hipocresía los aciertos de nuestros intérpretes y de revelar los errores de quienes disponen de altos presupuestos y bajas ideas; que acepta la renovación de las ideas pero que fundan sus creencias y conocimientos sobre la fe de lo heredado, soy Ortodoxo con mayúsculas.

 

Yo no quiero, con lo dicho, inventar un porvenir, para eso está la educación. Yo abogo porque el flamenco viva en la ética, la ética como compañera de vida, y defiendo una vida nueva sobre los cadáveres del pasado. En definitiva, proclamo la voluntad de hallar en la memoria de la historia una forma de encarar la supervivencia ante el presente, lo que explica que yo no demande una ruptura con la historia, sino que busco un refugio en la historia. Y son los propios flamencos los que me dan la razón, cuando es el artista quien de forma permanente se sirve de la historia: la usa al recordarla y la rehace al interpretarla.

 

Pero la legitimidad ya no prevalece. Son muchos los triunfitos que la moda, en la danza sobre todo, ha instalado en el mundo del flamenco. Porque la moda ya no es algo meramente relativo al vestir. La moda es un fenómeno social total que ha contribuido como nadie al paraíso del comercialismo hegemónico, y que por ello se ha convertido en el modo de irrumpir toda realidad en el ámbito social, un artificio, en definitiva, que se cuela en nuestras vidas por mor de medios técnicos como la imagen y las telecomunicaciones, y que hace que el imperio de lo efímero suponga a los ojos de nuestros jóvenes el milagro materialista de nuestro tiempo.

 

La estafa es total. Hay que revertir la situación. El flamenco es una palanca para la moda, como evidencian los diseñadores españoles cuando aprovechan el legado de sus propias raíces. Exprimir la identidad cultural es, por tanto, clave para diferenciar la creación española y posicionarla con carácter diferenciador a nivel internacional. Pero no. Ni la moda ni el comercialismo conocen el reposo. Avanzan según un movimiento cíclico no racional, pero sin que en todos esos ámbitos haya progreso, toda vez que la moda que vende la Bienal de Sevilla, Nimes y ahora Málaga, es arbitraria, pasajera, consumista, y no sólo no añade casi nada a nuestras cualidades intrínsecas, sino que estrangula la creación.

 

Imagen superior: Manuel Liñán, gala inaugural de la Bienal de Málaga 2023. Foto: Bienal de Arte Flamenco de Málaga

 

 

→  Ver aquí todos los artículos de opinión de Manuel Martín Martín en Expoflamenco

 

 


De Écija, Sevilla. Escritor para el que la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio. Entre otros, primer Premio Nacional de Periodismo a la Crítica Flamenca, por lo que me da igual que me linchen si a cambio garantizo mi libertad.

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