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El Candela no era un bar

El madrileño Miguel Aguilera creó en los primeros 80 en la capital de España una casa para el arte por la que desfilaron todas las figuras flamencas y no flamencas de las tres décadas siguientes.


Cuando nos conocimos casualmente en Cádiz, aquella noche de Carnavales en alguna encrucijada del barrio de la Viña, Miguel me mintió. Apenas cogimos confianza me dijo, con su proverbial modestia, que regentaba un bar en Madrid. Bastó una visita en mi siguiente subida a la capital para descubrir el engaño: no, el Candela no era un simple bar. Ni Miguel un hombre cualquiera.

De familia granadina emigrada a la Villa y Corte, Miguel Ángel Aguilera Fernández fundó aquel establecimiento del número 2 de la calle Olmo, esquina Olivar, hacia 1982. Alguna vez me enseñó una imagen de aquellos primeros tiempos, con las paredes del local desnudas y repelladas, y Miguel y su madre, Gloria, preparando bocadillos para la parroquia. Lavapiés era entonces barrio de currantes, y Miguel conocía a su clientela porque era uno de ellos. Era experto en instalaciones eléctricas, y también había pisado la cárcel franquista en su juventud por haber abrazado la lucha obrera.

Un vistazo rápido a su biblioteca informaba de que era un buen lector y de intereses muy diversos, desde la política o la filosofía al arte. Pero si quedaba alguna duda, no había más que conversar un rato con él para reconocer a ese tipo de personas vividas, curiosas y apasionadas que tanto escasean. No hay un día que no recuerde algunas de sus frases divertidamente sentenciosas, de sus reflexiones, de las letras que traía a la memoria, como aquel fandango de su compadre Enrique Morente que tanto le gustaba: Lo más difícil del mundo/ se estudia y se aprende bien… De bromas acompañadas de aquella risa muy suya, que todavía me parece estar oyendo. De todas las cualidades que hicieron de él el anfitrión perfecto para la casa grande del arte en Madrid.

 

«El Candela era la referencia para todos los trasnochadores, y punto de encuentro obligado para cuantos artistas actuaban en Madrid. Era un sitio del que nadie quería marcharse»

 

Veníamos de la noche oscura del Franquismo, pero había muchas ganas de recuperar el tiempo perdido y de disfrutar. El alcalde Tierno Galván –“¡al loro!”– invitaba a colocarse al que no estuviera colocado, eclosionaban los grandes festivales –Bienal de Sevilla a la cabeza, pero también la Cumbre de Madrid–, y las grandes figuras encontraron en el Candela un lugar donde estar a gusto, una especie de embajada del Sacromonte a medio camino entre Cascorro y Tirso. Nombres como Bernarda y Fernanda, Camarón y Paco, Mario Maya y El Güito, o el mismo Sabicas, que a su regreso de Estados Unidos se hará fijo, conformaron la selecta clientela del local junto a aficionados anónimos o simples noctívagos a los que lo jondo podía interesarles más o menos, pero se encontraban a gusto allí.

 

 

Acaso el secreto del Candela fuera la confortante sensación de libertad que se respiraba entre sus muros junto al momento de efervescencia creativa que estaba por venir. Los venerables maestros se sentaban en las sillas de enea junto a los jóvenes ansiosos de triunfo, que a menudo usaron las dependencias del Candela como local de ensayo. El legendario Mario Pacheco –productor de Nuevos Medios, el sello que catapultó el llamado nuevo flamenco y revalorizó buena parte del viejo– pescó allí a muchos talentos para su causa, entre ellos a Ketama, estrellas de su escudería. Los nuevos, vertiginosos guitarristas, de Gerardo Núñez a Juan Manuel Cañizares, también se hicieron asiduos, y se dice que a veces eran tantos que llenaban la barra de fundas de guitarra. Y lo mismo ocurrió con la nueva hornada de bailaores, de Joaquín Cortés a Sara Baras.      

Mucho se habla, y con justicia, de la importancia de los cafés, las peñas y los tablaos en la Historia del Flamenco, pero no tanto de los bares y tabernas. Aún está por escribir la página de La Cuadra y de La Carbonería, en Sevilla, o la del viejo Alcaraván en Arcos de la Frontera. O del Candela en Madrid. Todos estos rincones y muchos más fueron testigos de un cambio de hábitos en la diversión flamenca, que tendría como punto de inflexión la noche sevillana en que un Juan Talega cercano ya a la muerte y acompañado de Diego Amador, el abuelo de Raimundo, vio un vaso de whisky en una fiesta y decretó: “¡Esto se acaba! ¿Cómo se puede mezclar el cante con el whisky?”

 

«Bajando por aquella escalera estrecha hasta el reducto del talento compartido en la intimidad, donde los artistas siempre estaban a gusto y la ausencia de ventanas abolía el tiempo. En la cueva sabías a qué hora y qué día entrabas, pero no cuándo salías» 

 

El whisky, el cubata, el vaso largo, iba a convertirse en cambio en la bebida de los cuartos en la década siguiente, y el Candela será la demostración palmaria de que el flamenco no se acababa ahí, sino que inauguraba en efecto otra era, ni más ni menos inspirada que la anterior. Miguel Aguilera intuyó muy bien ese cambio que se iba a producir en el arte bajoandaluz por excelencia, fue testigo privilegiado de sus primeros balbuceos y se abrió a todos los vientos, porque el prejuicio, sencillamente, no estaba en su naturaleza.

Calculo que, con Miguel al frente, fueron 10.001 las noches que abrió el Candela. Yo solo tuve el placer de vivir algunas de los últimos doce o trece años, pero confieso que era magnético para mí. Subía con mucha asiduidad a Madrid, y noches había que nada más bajarme del autobús en Méndez Álvaro me iba en busca de Miguel con maleta y todo, sin pasar por casa. Su compañía era un placer y un magisterio dentro y fuera del local, y el Candela de entonces condensaba lo que más me gustaba de la noche: la posibilidad de que pasara cualquier cosa, en el momento más inesperado. 

 

                

Llegué a saberme de memoria la decoración, foto por foto, y a trabar amistad con buena parte de aquella promiscua comunidad. Calmando la sed del personal encontraba, siempre sonriente, a su hermano Jose, que llegó a ser road manager de Tomasito, a Oki y más tarde a Fifi, una allegada siciliana de Miguel que acabaría convirtiéndose también en una gran amiga. Al propio Tomasito lo veía siempre de pie, en una esquinita de la barra, junto a su compañera de entonces. A Miguel, amante del flamenco ortodoxo, le encantaba también lo que hacía el jerezano, y hubo una época que lo tenía loco, canturreando a todas horas aquello de los doctores en física, desde la más sencilla a la nuclear.

Más de una vez he recordado las asombrosas partidas de ajedrez que en el Candela libraban Miguel y Morente, así como las no menos épicas de futbolín que echaban, en uno de los cuartos contiguos, consumados delanteros como Agustín Carbonell El Bola, mientras Tino di Geraldo hacía compás a su lado. Y pasada la media noche irrumpía en cualquier momento Antonio Canales con los chicos de su compañía, como un torbellino alegre y despreocupado.  

 

«Miguel Aguilera intuyó muy bien ese cambio que se iba a producir en el arte bajoandaluz por excelencia, fue testigo privilegiado de sus primeros balbuceos y se abrió a todos los vientos, porque el prejuicio, sencillamente, no estaba en su naturaleza»

 

Alguien dijo que la cueva del Candela era el premio a la paciencia, y así era. No se abría para todo el mundo, porque el aforo era limitado y porque no todo el mundo sabía estar, pero cualquiera que esperara su oportunidad acababa bajando por aquella escalera estrecha hasta el reducto del talento compartido en la intimidad, donde los artistas siempre estaban a gusto y la ausencia de ventanas abolía el tiempo. En la cueva sabías a qué hora y qué día entrabas, pero no cuándo salías.  

Es imposible enumerar a todos los artistas con los que uno podía tropezarse en Candela, desde Niña Pastori o Capullo de Jerez a Remedios Amaya, de Rafael Riqueni a Tomatito… Por allí eran habituales también los compañeros periodistas, desde Miguel Mora a José Manuel Gamboa, por citar a dos muy fieles. Y luego estaban las celebrities que caían por allí de hito en hito, ya fuera El Gran Wyoming, Pedro Almodóvar o Joaquín Sabina, aunque la memoria del Candela también registra el paso de Pina Bausch, Rubén Blades, Sade, Compay Segundo, Pablo Milanés, Chick Corea o Alicia Keys, entre tantos otros.

Lo mejor del Candela era que tanto las figuras de relumbrón como los clientes anónimos quedaban democráticamente igualados por el trato y la hospitalidad de la casa. Todos contaban por igual, empezando por aquellos que, de tan constantes, formaban casi parte de la plantilla, como el bailaor Pepito El Molilo, con el prodigioso sonido de sus palillos, o John Lane, más conocido por el remoquete artístico de El Pollito de California. Recuerdo a este último particularmente inquieto una noche que se dejó caer por el Candela el cantante canadiense Bryan Adams, como si temiera que otro igual de rubio y de guiri fuera a quitarle el trono. Miguel, ojo avizor, lo apaciguó: “No te preocupes, Pollo, que ese será más guapo que tú, pero tú eres más flamenco”.    

 

 

Temible era Miguel, por otra parte, con quienes hacían palmas fuera de compás, a quienes siseaba sin miramientos. Y lo mismo para quienes exigían algún tipo de protagonismo, pues la inmodestia estaba muy mal vista en el Candela. Lo vivió en sus carnes el bueno de Alejandro Sanz, que presenció las seis horas de grabación del disco En un ratito! en la cueva del Candela con Potito, Sorderita, Duquende o el Indio Gitano, entre otros. Parece ser que el cantante emitió alguna protesta, del tipo “por qué no se pone aquí mi disco, ¿eh, Miguel, por qué?”. A lo que Miguel, contrariado con el gesto, respondió tajantemente: “Aquí no se pone tu disco porque tú cantas muy malamente”. 

Miguel, sí, era el dueño de lo que sonaba en el Candela, aunque a veces admitiera peticiones y sugerencias de la clientela. Muchos hemos comprado discos después de haberlos oído en el local, que fue escuela de flamenco para quienes quisieran poner el oído en medio del fragor de los vasos y las conversaciones. Recuerdo también una vez por Semana Santa en la que Miguel me pidió que buscara entre sus discos todas las saetas que encontrara, y empezó a pincharlas entre protestas del público. A cada nueva banda de corneta y tambor que sonaba por los altavoces huía por la puerta más y más gente, hasta que nos quedamos solos. Miguel reía travieso, amo del espacio sonoro e indiferente al lucro cesante.    

 

«Acaso el secreto del Candela fuera la confortante sensación de libertad que se respiraba entre sus muros junto al momento de efervescencia creativa que estaba por venir»

 

El Candela era la referencia para todos los trasnochadores, y punto de encuentro obligado para cuantos artistas actuaban en la capital. Empezaron a dedicarle incluso canciones, y cuando se le comentaba a Miguel este hecho, cabeceaba y decía irónico: “Como sigan cantándome esas cosas, cualquier día me llevan preso”. No llegó la cosa a tanto, pero una madrugada del año 2000, tras mucho hostigamiento por parte del Ayuntamiento –la sombra del Manzano era alargada–, una treintena de efectivos entre antidisturbios y agentes de paisano desalojaron y cachearon a 120 clientes, entre los que se encontraban Navajita Plateá, Tomatito, La Tobala y media compañía de Sara Baras. El saldo de la operación fue una china de hachís y, días después, un manifiesto de “perplejidad e indignación” firmado por un centenar de nombres mayores de la cultura española.

Porque el Candela era un sitio del que nadie quería marcharse. Literalmente. A lo largo de los años, Miguel había desarrollado todo un repertorio de fórmulas para mandar al personal a casa, desde “Señores, vámonos, los amigos los primeros para dar ejemplo” o “Ha sido muy bonito” a “Háganse a la idea, vamos a acostarnos, que nada es eterno”.

 

 

No, nada es eterno, pero algunos lugares y personas merecerían serlo. Miguel nos dejó demasiado pronto, una mañana de marzo de 2008 en la que sufrió una caída fatal desde el tejado de su casa, justo frente al Candela. Nunca quise entrar en especulaciones, porque al fin y al cabo la muerte de alguien es un misterio, siempre. Sabía que mi amigo había atravesado periodos difíciles, que su aparente fuerza encubría a ratos un carácter atribulado, pero también conocía su amor por la vida, el modo en que, por ejemplo, bajaba todos los años a Cádiz por Carnavales, buscando el bálsamo de la guasa chirigotera. Me consta, además, la devoción que sentía por su hija, Gloria. Suficiente para convencerme de que Miguel podía querer arreglar el mundo, su mundo, pero no marcharse de él.

El Candela sigue abierto, pero yo dejé de formar parte de sus feligreses. El hueco que dejó Miguel se me ha hecho demasiado angustioso cuando alguna vez he vuelto a dejarme caer por allí. Uno, que ya se había recogido de la vida nocturna antes de la pandemia, entiende que es el tiempo de otros jóvenes, de otros sonidos y de otras experiencias. Solo me gustaría alentar, en lo posible, la llama de su memoria, como la hermosa llama inextinguible de las tarjetas del Candela –siento no poder recordar el nombre del artista que las diseñó– que todavía conservo.         

Al año siguiente de su muerte, en los Teatros de Canal se le tributó un homenaje capitaneado por Enrique Morente, su gran amigo, que reunió nada menos que a Carmen Linares, Miguel Poveda, Ketama, El Cigala, los Habichuela, El Güito, La Tati, Manolete, Grilo, Paco Cortés, Tomasito, Riqueni, Manuel Parrilla, El Bolita, Jerónimo, Nicolás Dueñas, Miguel Ángel Cortés, Javier Ruibal y Juan Diego.

Creo que fue en aquella ocasión en la que Enrique cantó aquella letra en memoria de su compadre, que hago mía más de diez años después:  

 

El amigo del arte no ha muerto,
aficionaos no llorad,
Miguel Candela no ha muerto,
que está en el corazón
de los artistas del flamenco…

Imágenes: Familia Aguilera

 

 


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

7 COMMENTS
  • Alberto Beni 12 febrero, 2021

    Gracias por el artículo, un abrazo

  • Marina 13 febrero, 2021

    Buenísimo el artículo. Retrataste el lugar con las mejores imágenes que puede dar un periodista, las letras. Enhorabuena.

  • Alejandro Luque 14 febrero, 2021

    Gracias por los comentarios. Me alegra saber que somos muchos los que atesoramos recuerdos gratos con Miguel y con el Candela, que siguen formando parte de nosotros. Un abrazo.

    • Richard Killick 11 enero, 2022

      This is great article and also very sad news. I visited in the late eighties and was made very welcome by all the regulars. I drank so much, I thought I could sing for a bit (I can’t). There is something about bars and great artists in the middle of the night that is very hard to beat.

  • Ersilia Lucibello 15 febrero, 2021

    Gracias Alejandro, he vivido en Madrid en aquellos tiempos y, aún siendo italiana, pude bajar con una amiga y desde entonces se me abrió un mundo !!!!!
    Me llamo Ersilia, el Antonio Flores me puso el apellido de Tana
    Besos desde Roma xxx

  • Oky Aguirre 6 marzo, 2021

    Gracias Alejandro por éste fantástico artículo lleno de recuerdos maravillosos . Soy Oky. Me emociona que me hayas mencionado ya que esos cinco años fueron los mejores de mi vida. Miguel y José y Gloria fueron mi familia y me acogieron como un hermano. La foto de Miguel con Paco es en el cuarto de los hielos. Allí se refugiaba De Lucía de la gente y es donde yo me lo encontraba, irradiando una fuerza sobrenatural que me acompañará toda la vida. Gracias de corazón, Alejandro.

  • Alejandro Luque 10 marzo, 2021

    Me alegra mucho saber de ti después de tantos años, querido Oky. Ya solo falta que nos veamos algún día y brindemos por aquellos tiempos y por la memoria de Miguel. Como dices, son recuerdos que nos acompañarán, y nos alimentarán, para siempre. Un abrazo.

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