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Veinte años sin Alberto García Ulecia

El moronense Alberto García Ulecia, profesor, poeta y autor de un libro fundamental sobre Antonio Mairena, entre otros títulos flamencos, fue un aficionado cabal y dejó interesantes reflexiones en torno al arte jondo que mantienen su vigencia. ¿Tiene el flamenco un minuto para su memoria?                  


Cuando me mudé de Cádiz a Sevilla en otoño de 2005, una de mis frustraciones era no haber podido conocer en persona a Alberto García Ulecia, fallecido apenas un par de años antes. Siendo bachiller, había caído en mis manos un libro suyo de poemas que me atrajo poderosamente, El fantasma de Tubinga, muy alejado de lo que estaba de moda en la lírica española en aquellos tiempos. Luego supe que había sido catedrático de Historia del Derecho en la Universidad de Cádiz, donde yo mismo había cursado esa carrera, pero en cuyos pasillos muy difícilmente nos habríamos cruzado. Y finalmente descubrí su apasionada filiación flamenca a través de varios libros suyos de gran interés y grata lectura.

 

¿Se acuerda hoy alguien de García Ulecia en la Sevilla flamenca, en su Morón natal, justo cuando se cumplen dos décadas de su desaparición? ¿Tiene el flamenco un minuto para su memoria? Desde esta tribuna no me cansaré de reivindicar el papel que los poetas españoles jugaron en la defensa, la preservación y la difusión del flamenco en tiempos difíciles. Volveré a llamarlos por sus nombres: Fernando Quiñones, Pepe Caballero Bonald, Ricardo Molina, Félix Grande, Manolo Ríos Ruiz, José María Velázquez-Gaztelu… Y Alberto García Ulecia.

 

La afición le vino al moronense de familia. Recordaba que el Pinto, que era amigo de su padre, venía a menudo a cantarle a casa. También frecuentaban el hogar de los García otros grandes como Joselero o Diego del Gastor. Alberto recordaba que su padre sentía una indisimulable debilidad por la soleá, y que, estando de copas con el paisano Manolo Morilla, pasó la noche pidiéndole una y otra vez que le tocara por este palo, sin que ninguno de los dos se cansara. Tras una pausa para charlar y beber algo, volvió a insistirle en que siguiera tocando. “¿Qué toco ahora?”, dijo Manolo, a lo que el padre repuso sin dudarlo: “Toca por soleá mismo”.

 

A la soleá, como no podía ser de otro modo, le dedicó García Ulecia páginas memorables, cargadas de sabiduría y lirismo. “Pero, ¿qué es la soleá? Lorca, Villalón, Machado nos la describen. Casi siempre es una muchacha enlutada –¿morena?– que camina. Se sabe todos los países del corazón. Es mujer encarnada en Pena. Huele a desengaño”.

 

En sus fundamentales Confesiones de Antonio Mairena (1975); en su poética Imagen del cante (1993), con versos dedicados a Juan Talega, a Mairena, a Fernanda o Diego del Gastor; o en los lúcidos ensayos de Temas e intérpretes flamencos (2005), editados póstumamente por su amigo Fernando Ortiz, García Ulecia aborda el flamenco desde una óptica multidisciplinar, donde el historiador, el poeta, el antropólogo y el aficionado no solo no se repelen, sino que se complementan a la perfección. Lo único que no toleraba era ser llamado flamencólogo, prefiriendo en cambio la definición de “degustador de flamenco”.

 

 

«El cante es algo perfectamente acabado. Y solo puede y debe evolucionar partiendo de sí mismo. No es natural ni bello trasplantar formas flamencas a otros campos musicales, ni utilizar los estilos flamencos con ritmos extraños. El intérprete, flamenco o no, que tal cosa hace revela su impotencia, su ignorancia o su inconsciencia» (Alberto García Ulecia)

 

 

 

 

Con mucha guasa comentaba todas las fantasiosas interpretaciones sobre la formación de lo jondo, y acababa aseverando: “De los orígenes remotos del flamenco yo nada sé, aunque parece prudente pensar que existan”. Su saber quedó plasmado en cabeceras modestas, como la revista Arunci de Morón, así como en conferencias en peñas, también en los textos inéditos que la familia del autor puso en manos de Ortiz para dar forma al citado Temas e intérpretes flamencos.

 

Una amistad y una pasión duraderas fueron para él Antonio Mairena, en quien vio un historiador silvestre, intuitivo. Sin embargo su actitud fue cualquier cosa menos dogmática en un ámbito tan dado a los dogmas. Creo que todos los que escriben de flamenco deberían abonarse a este principio formulado por García Ulecia: “Mis opiniones son provisionales. Estoy siempre dispuesto a abandonarlas si me dan razones que demuestren que estoy equivocado. Al fin y al cabo, lo que sabemos, lo sabemos entre todos”.

 

Ello no significa, claro está, que no tuviera opiniones contundentes. Por ejemplo, cuando rechazaba el uso del flamenco como herramienta política y reivindicativa. “Siento no creer en esto, porque yo creo en las reivindicaciones sociales, y en la necesidad de una justicia social, particularmente para Andalucía”, afirmaba. “Pero no creo que estas reivindicaciones hayan de realizarse a través del cante. Es decir: a través de unas formas estéticas e históricas que obedecen a otras motivaciones. Y que tuvieron su razón de ser, llegándonos ya perfectamente estructuradas y acabadas en su forma y espíritu”.

 

Y esto lo conectaba con su escaso aprecio por las modernas fusiones, aunque no negara brillantes logros en este ámbito. “Toda desorbitación es mala. El cante es algo perfectamente acabado. Y solo puede y debe evolucionar partiendo de sí mismo. No es natural ni bello trasplantar formas flamencas a otros campos musicales, ni utilizar los estilos flamencos con ritmos extraños. El intérprete, flamenco o no, que tal cosa hace, revela su impotencia, su ignorancia, o su inconsciencia y su falta de responsabilidad”.   

 

La muerte no interrumpe nada, decía el poeta. El diálogo continúa. ¿Se acuerda hoy alguien de García Ulecia? ¿Tiene el flamenco un minuto para su memoria?             

 

 

     

  


Un pie en Cádiz y otro en Sevilla. Un cuarto de siglo de periodismo cultural, y contando. Por amor al arte, al fin del mundo.

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